Primeras impresiones

Creo que ya tengo elementos para perfilar en unas pinceladas las impresiones de la primera semana en Madrid. Estos dí­as han tenido mucho de lucha contra la tentación de pedir las cosas en las tiendas a la inglesa Can I have? o disculparme a diestro y siniestro con un Sorry. También reprimo el flujo de thanks/gracias. Otra cosa que me ocurre es que suelo mirar al lado equivocado al cruzar, salvo en mi barrio. En mi zona se ve que tengo internalizados tanto los semáforos como el lugar del que proceden los coches, de manera que no necesito atención extra.

Cada vez que voy extramuros, cuando toca fisioterapeuta en el Barrio del Pilar, o salgo por el centro, respiro hondo y abro bien los ojos para concentrarme en mirar por el lado bueno antes de cruzar. Es muy curioso comprobar hasta qué punto lo más familiar constituye una excepción a este proceso: en mi casa no tengo tanta rutina inglesa, más allá de soltar más gracias y más por favor de lo que solí­a, y algún come in cuando llaman a la puerta de mi cuarto. Alguna razón neurofisiológica debe haber para estas cosas, porque incluso la gente que lleva décadas fuera de su paí­s sigue usando determinadas palabras en su idioma nativo (sobre todo palabrotas, la verdad). Es como si el contenido de cierto lóbulo o zona tuviera prevalencia sobre el resto por mucho que uno deje utilizar esa información y así­ por mucho que haga meses que no he cruzado por mi barrio esa información está fresca y por mucho tiempo que haga que no oigo un taco en español siento la necesidad de soltarlo cuando se me cae (se me caí­a) algo en Londres. La gente que lleva años viviendo fuera y que es prácticamente bilingüe, cuenta que en situaciones de alta carga emocional (un enfado, una mala noticia) les suele dar por soltar parrafadas en español.

El ritmo normal de agradecimientos inglés aplicado en España conlleva tres riesgos, el primero es resultar empalagosa, el segundo es conseguir que empiecen a ignorar lo que dices y el tercero es demorar el proceso más tonto, al provocar la sorpresa continua de la persona que te atiende, su reacción, su contestación y vuelta a empezar, cuando tu vena inglesa te dice que vuelve a tocar un gracias. Pongo un ejemplo. Ayer fui a una peluquerí­a de mi barrio, después de mi clase de yoga terapéutico.

Me atendió un peluquero argentino, bastante bueno pero algo descuidado. Para empezar le dije a la recepcionista que querí­a hacerme un waving, pronunciado como se pronuncia en inglés (algo así­ como “güeiving”). Le costó entender que me referí­a a lo que ella llamaba güevin, y que es una permanente suave (de onda, ondulación, wave). Ellos se empeñan en usar el término inglés en lugar de buscar un equivalente español, pero claro lo pronuncian a su aire y no te entienden si lo pronuncias bien. Os ahorro el relato detallado del ejercicio de autocontrol que tuve que hacer mientras me poní­an la bata, el cinturón y me ofrecí­an un café o un té (elegí­ té, por supuesto, más por la hora que por la vena inglesa) para no ganarme el calificativo de Elsinora Empalagosa. La solución de compromiso (ni pa ti ni pa mí­) fue dar un gracias general al final.

Una vez metidos en faena, por algún motivo, el peluquero argentino o uruguayo que me atendí­a (su acento estaba muy suavizado tras pasar muchos años en España y era difí­cil distinguir) decidió que eso de ponerte algodón en plan diadema para proteger la frente, los ojos y las orejas del amoniaco con el que te rizan el pelo era una cosa caduca e innecesaria, de manera que cuando parte del lí­quido caí­a fuera de sitio o cuando los vapores me irritaban los ojos, yo, muy británica, en lugar de dar un berrido y decirle animal, que me vas a dejar ciega le pregunté si no podrí­a ponerme un poco de algodón. Me lo puso y claro, mi britanismo me obligaba a agradecerle aquel gesto (aunque mi vena castiza pedí­a algo más tipo ya era hora, prenda), así­ que dije “gracias”.

Aquello le desconcertó un poco. Siendo argentino tení­a recursos para eso y para más, simplemente estaba desentrenado tras varios años en la seca España, de manera que me soltó alguna cosa en plan recontragradecimiento y varios chiqui, chiquita o no sé qué, pero quedó claro que la capacidad para dar y recibir las fórmulas de agradecimiento con el piloto automático en la Pení­nsula es mucho menor a la de la Pérfida.

Madrid no es la misma, que me la han cambiado

Domingo por la noche. Salgo a pasear a última hora porque no he salido en todo el día. En Londres lo solía hacer a diario, especialmente en dí­as de carapantallismo: trabajaba hasta tarde y luego me forzaba a cortar y moverme. Cogí­a mi reproductor de CD, me abrigaba bien y me iba a caminar rápido durante media hora o así­. Tenía establecidas varias rutas y bandas sonoras. Regresaba sudando, porque caminar deprisa es más ejercicio del que parece. Estos dí­as tengo bastante trabajo, así que de nuevo paso muchas horas pegada a la pantalla.

Mi barrio de ahora, Chamberí­, no es el South East London en el que viví­a antes: esto es mucho más urbano y comercial, lo que significa que con tanto escaparate -y tan novedoso para mí­- me es imposible pasear a buen ritmo. Hay un montón de tiendas, bares y cosas a observar, mientras que en la zona residencial donde viví­a antes los principales atractivos eran los jardines (las rosas, las plantas aromáticas), el teatro-pub del siglo XIX, la capilla de la iglesia de Inglaterra donde los niños aprendían ajedrez y los adultos hací­an yoga, los zorros entrando y saliendo del campo del Saint Thomas Hospital o las vistas de Canary Wharf si había ido al parque.

Pronto me doy cuenta de que los mundos madrileño y londinense no están tan alejados como pueda parecer. Al pasar una tienda de embutidos me cruzo con una pareja de treintañeros que van hablando de alguien que se va a ir a vivir a Londres en breve. Veo las tiendas, me detengo en una ferretería muy bien surtida que tiene adaptadores de corriente (de inglés a continental; necesito unos cuantos), una sartén francesa especial para hacer tortillas (que es doble y facilita lo de dar la vuelta; viene con una espumadera muy mona y recetas en francés y por supuesto es antiadherente), una kettle eléctrica (que está bajo el cartel de “hervidor eléctrico”, ¡qué mal suena!, ¿no?) y un calentador de leche italiano, entre otras cosas. Cuando cruzo la calle veo un Minicooper rojo que luce en el techo la bandera inglesa, compruebo que la matrí­cula es española.

Aunque estoy en mi barrio, reparo a lo lejos en una fuente iluminada que no recordaba haber visto, cambio mi itinerario para ver de qué fuente se trata y termino en la plaza de Olavide (a veinte metros de la oficina supercutre en la que trabajé hace años). La fuente creo que no estaba, pero en todo caso, iluminada y de noche su aspecto cambia mucho. Descubro una librerí­a bilingüe nueva (Booksellers; esta tienda sustituye a la de José Abascal, creo; la que hay cerca del Instituto Británico en Fernández de la Hoz sigue abierta), de manera que me paso un rato curioseando los libros en inglés del escaparate y planeando venir a menudo para mantener mi inglés al día.

También tienen algunos libros en francés. Uno de ellos, titulado “Quelle heure est-il?” y con un dibujo de un enorme reloj en la portada me recuerda una poesía que aprendí de pequeña, así que mientras deshago el camino y compruebo la mucha vida de barrio que hay en Madrid un domingo a las diez y media (parejas de latinoamericanos, parejas de españoles veinteañeros, gente de cincuenta y sesenta en parejas o grupos, adolescentes desgarbados sin capucha), no ceso de recitarme a mí misma esa poesí­a francesa intraducible (Quelle heure est-il?/ Il est midi./ Qui vous l’ a dit?/ La petite souris./Que fait elle?/De la dentelle/Pour qui?/ Pour les dames de Paris) como si fuera un mantra.

Regreso a casa en un extraño estado de excitación por mis hallazgos y sin haber hecho ningún ejercicio fí­sico, pero bastante viaje mental. Cuento a mis padres y a mi hermano que he visto un minicooper igual que el de control remoto que le compré a mi hermano en Hamleys (rojo y con la bandera inglesa en el techo) y que han abierto una librerí­a inglesa en Olavide y que he visto unas sartenes estupendas que… Me sonrí­en vagamente y me dicen que me siente a ver Camera Café o no sé qué serie que están viendo. Me siento con ellos mientras voy elaborando mentalmente este post.

En un momento dado, recordando que los domingos por la noche solí­amos llamarnos por teléfono, alguien comenta que hoy aunque es domingo, no me pueden llamar a Londres porque estoy en Madrid. Cierto, estoy en Madrid, un Madrid que ya no es lo que era.

Aviso para navegantes

Se hace saber a los señores navegantes que Elsinora sigue viva y que pese a las apariencias no se ha olvidado de su blog. Problemas de conexión y múltiples tareas (mayormente carapantalliles, retrasadas por los problemas de conexión) le impiden actualizar, pero como decí­a aquel “estamos trabajando en ello”, de manera que hay posts en camino. Permanezcan atentos a sus pantallas.

La vuelta a Madrid en cifras (y letras)

Son las 3:20 de la mañana de un domingo (madrugada del sábado al domingo). Vengo de cenar y tomar algo con unos amigos.

La cena (ibéricos, queso, ensalada de ventresca, cervezas y vino blanco), en el Madrid castizo, nos ha costado 14 € por cabeza, y la copa, 4 (yo tomé un té de hierbabuena). El taxi desde Cibeles me ha costado menos de 10 €.

Estos últimos dí­as de octubre están siendo frí­os aunque soleados.
Si tuviera que describir mi sensación de estos primeros dí­as en Madrid con dos adjetivos seguramente utilizaría “fácil” y “conocido“.

Back in Madrid

Cuando se despertó, las trece cajas seguían ahí­, y el olor a Londres. La habitación, por el contrario, se parecí­a sospechosamente a la que ella solía tener en Madrid, y por otra parte la gran maleta gris ceniza permanecía muy digna y oronda, con sus treinta kilos por bandera y su cremallera incitante. Aquello era confuso. Olía como en su casa de Londres, pero el suelo era de madera y el cielo estaba despejado y luminoso.
No había dormido muy bien, quizá porque arrastrar maletas de treinta kilos por Londres no es lo mejor para los músculos de los brazos y los hombros, o quizá por todo el peso psicológico del cambio de vida. Me sorprendió ver una España bastante verde en las inmediaciones de Madrid. Según nos acercábamos a Barajas, terminó de caer la noche, y las carreteras se llenaron de figuras diminutas con diminutas luces amarillas. El trazado de carreteras parecí­a moderno y bien hecho pero era evidente que habí­a atasco en la entrada y salida a Madrid.

Volver en taxi a casa nos va a llevar un buen rato y más euros de lo normal, pensó mi lado pragmático, rompiendo el lirismo de la escena.