Intolerancias

“Mata, mata“. Algo en mí -todo en mí en realidad- me decía “mata, mata”. Estaba en el metro en hora punta, camino de un masaje reparador en la ocupadísima línea 1 agarrada como podía a la barra, cuando un tipo de treinta y muchos y aspecto mediterráneo se coló entre las puertas, se abrió paso entre las maletas de los viajeros y los abrigos y las bufandas con unos hierros en las manos y un gran tablero. Para mi sorpresa y a menos de un palmo de mí el tipo desplegó las borriquetas metálicas y extendió la tabla gigante que resultó ser un instrumento musical gigante, una especie de arpa horizontal que se accionaba con una especie de martillo. Y ahí se puso a darle golpecitos mientras el resto de los viajeros nos dábamos golpecitos unos a otros por culpa de sus cachivaches invasores como en un Tretis mal diseñado.

En el interior medio de transporte

Le puse cara de asesina a la chepa del músico ferretero y la chepa no se conmovió nada, ahí seguía el tipo dale que dale. Como tampoco servía para nada jurar en arameo, respiré hondo un par de veces y dije ohmmm y me tranquilicé y me dije que quizá mis intolerancias habían disminuido con la dieta especial que llevo desde diciembre. Terminada la pieza justo al detenerse el tren en la estación siguiente, también abarrotada, el tipo inició una bonita ronda recaudatoria abandonando su barricada musical en medio de todo e impidiendo que salieran del vagón unos cuantos viajeros; tampoco lo tenían fácil los puñados de personas que querían subir al vagón en Tribunal. La gente se abrió paso a trompicones y de los que se quedaron sorprendentemente muchos le dieron dinero. Quizá pensaron lo de “burro grande” o quizá tuvieran un punto masoquista.

Unos cuantos metros después, al día siguiente, me tropiezo con María José Campanario, alias la Campa, en el hall de una universidad privada; se gira para mirarme un instante (quizá movida por su intolerancia a los periodistas) y luego devuelve su cara de asco al mostrador. Mientras pienso que es menos fea pero más vulgar que en la tele (aunque lleva esas cejas depiladas en un hilillo que estaban tan de moda hace cuarenta años) en la parada de autobús unos malotes italianos de diseño se precipitan en avalancha sobre mí y mi portátil. Deduzco que además de mucha tontería y muchas ganas de juerga este viernes por la noche, tienen intolerancia al espacio vacío, horror vacui.

Pienso “mata, mata” por lo bajini pero como son más y más malotes (y más altos) y como me consta que el mundo ya no es sensible a mis miradas asesinas convierto el “mata mata” en “sal de ahí” y me aparto un poco. Me pregunto vagamente qué estudiarán los lerendas fashion. Aparece una chavala muy mona con taconazos y pinta de cabeza hueca que me sacará de dudas. Se mete en medio de la conversación de los italianos preguntándole al más alto y más guapo qué tal el examen.

Él cambia inmediatamente al español y le dice que le ha salido bien, pero que el examen había sido una putada. La chavala-maniquí le pregunta que cuántas ha contestado, él dice 40 y 8. Ella dice 35 y 3, lo cual demuestra que mi prejuicio tiene algo de cierto. Le pregunta que cuál era la respuesta correcta a PD; “pulpa y diente” dice el italiano meneándose a un lado y a otro resaltando mucho la mnemotecnia de la PD. “Ya tengo una mal“, dice con cara de asco la guapísima.

Cartel antiguo de dentista

Su comentario suena como una muela podrida en la estampa de esta dentista en ciernes. “El examen era una putada”, sentencia el italiano guapetón. Pasa un autobús que no es el mío ni el de los italianos malotes, así que los cuatro ponemos cara de asco mientras giramos la cabeza hacia el bus en perfecta sincronía, como en una película de Jacques Tati. A la guapa cabeza hueca de la muela podrida le viene bien y se va corriendo con sus taconazos. Los italianos ven alejarse con arrobo el culo de la modelísima.
Vuelven a hablar animadamente en italiano y me doy cuenta de que están criticando la teoría que les han dado en clase. Critican sobre todo el léxico y las jerarquías (o taxonomías). El más alto parece el más enteradillo. Discuten si los osteoblastos generan las células no sé qué o si las células no sé qué generan los osteoblastos. Han pasado de malotes de diseño a semióticos. El segundo más guapo, ojos de bambi y piercing en la boca, defiende la tesis contraria al macho alfa respecto a si fue antes el huevo o la gallina versión osteoblastos. El tercero en discordia es un convidado de piedra: viste como los otros pero no abre la boca. Al final parece que triunfa el macho alfa. Añade otros comentarios aparentemente muy sesudos y pienso en Umberto Eco y en que estos cerebritos quizá sean compañeros de clase de la mujer de Jesulín, en qué raro es el mundo y en lo difícil que es calar a la gente así a primera vista más allá de los “ascos”.

Así que cuando regreso a casa en metro sin músicos aparatosos ni italianos invasores se me ocurre que sería buena cosa sustituir el “mata, mata” por el “escucha, escucha” y tomo nota mentalmente sobre leer algún ensayo de Umberto Eco que tengo por ahí. Algo llamado “Teoría del asco” estaría bien o quizá “Sobre cómo el asco a veces se reduce a no entender”.

Un mapache tout à  coup o Y de repente un extraño

Antes de poder darme a las galletas Bon maman y los desayunos reposadosParí­s me recibió con ciertas reservas: el avión durante el aterrizaje traqueteó como si estuviera borracho mientras yo me esmeraba en estar erguida y relajada a un tiempo en mi particular versión de “Misión imposible”, en el camino en coche desde el aeropuerto a casa de mis amigos nos salió al paso cuarto y mitad de atasco y después, al inaugurar el metro (lí­nea 7 por cierto, a la altura de la parada de Pierre y Marie Curie) aquella tarde de jueves, un mosquito decidió que mi sien izquierda era de lo más suculento que habí­a visto en mucho tiempo y me metió un buen picotazo.

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