La peluquera castigadora (III)

La cosa es que, aunque aquello parecí­a inacabable, en un momento dado la aplicada dibujante/arquitecta decidió que ya estaba, me dio un espejo y me hizo girar para que viera la vista posterior del pino bonsai/cabeza de Elsinora. Le dije que estaba bien mientras que pensaba que el corte estaba bien pero que aquel acabado ondulado iba a durar una hora, y ella se permitió decir que era “nice” pero que no sé qué: la dibujante le sacaba defectos a su obra. Me preguntó si quería masaje, le dije que sí­ y a continuación empezó “la cosa”.

El masaje shiatsu versión pelu japo del barrio consiste en que tú estás de espaldas, con tu ropa, tan campante (te quitan la capita protectora, al menos), y la peluquera transformada en luchadora de sumo, pero sin látigo de siete colas ni nada, te va clavando las yemas en determinados puntos. En cuanto termina con las cervicales y empieza a bajar a las dorsales, la presión que te aplica es tal que te vences hacia delante, de manera que la escena desde fuera a través de los escaparates transparentes debe ser bastante cómica: una persona inclinada hacia delante como si pidiera perdón por algo, cada vez más arrepentida, mientras una japonesa de apariencia débil la castiga con energí­a, pero sin pasión y sin látigo. El masaje duró apenas cinco minutos y no noté demasiado efecto (acostumbrada a que me clavara el codo el osteópata indio o agujas la doctora china), pero sí me quedó claro que el concepto de masaje relajante de peluquería va por barrios, como decí­a Gila de la risa.

Un par de dí­as después, hablando con una amiga taiwanesa, me enteré de que las peluquerías japonesas tienen muy buena fama en Londres, al menos entre la comunidad asiática, así­ que mi ojo no había sido malo. Le di a mi amiga la tarjeta de la tal peluquerí­a para que no se perdiera los particulares placeres del lavado de pelo en posición pino puente y el masaje shiatsu a lo sadomaso.

La peluquera castigadora (II)

El local de la peluquerí­a en el corazón de Putney era pequeño y minimalista pero no en plan fashion, sino sencillo. Se ve que mis trastos -o los trastos de cualquiera- amenazaban la proporción de objeto/espacio del Feng shui, de ahí­ la violencia con la que me arrebataron mis voluminosas pertenencias. La cosa es que una japonesa de dientes prominentes y acento extraño me preguntó qué me iba a hacer, quién me había hablado de ese sitio y casi antes de que contestara empujó mi silla conmigo encima hasta una posición tipo pino puente. Al parecer, en las pelus japonesas es costumbre inclinarte mucho el tronco hacia abajo para lavarte el pelo. Imagino que será para que la sangre fluya más a la cabeza y el yin venza al yan o así­. De manera que en lugar del habitual relax del lavado de pelo a la occidental, en la versión japo un@ queda a merced de la peluquera de marras que te tiene que sujetar la cabeza ya que tu cuello no se apoya en parte alguna.

No sé si el yin venció al yan gracias a la incómoda postura, pero al menos tomé conciencia de lo mucho que el techo necesitaba una nueva capa de pintura y yo unas sesiones de gimnasio o una biodramina. El agua estaba tirando a templada más que caliente, imagino que también por algún motivo más o menos arcano. Al levantarme de aquel potro de castigo/lavacabezas deseé que aquel tratamiento de choque no fuera lo que ellos vendí­an como masaje Shiatsu, porque menudo timo. Me sentaron en una silla frente a un espejo y la japonesa de los dientes prominentes me interrogó sobre lo que querí­a. La combinación de mis explicaciones y su background cultural pasada por el filtro de nuestro peculiar uso del inglés (el suyo peor que el mí­o) terminó por convertir mi pelo en una especie de pino bonsai: primero podó la parte enferma (alias restos de permanente), después me cortó las ramas/capas con una paciencia infinita, y luego fue haciendo un degradé diagonal en las puntas de algunos flecos/brotes.

Se manejaba con mucha suavidad, nada que ver con los tirones que a veces te prodigan en España. Me miraba mucho, como un caso a estudiar, como los japoneses que copian una escultura de Rodin en París, o como si estuviera trazando un plano de una estructura complicada: mucha atención, pero ninguna pasión. Una funcionaria de la tijera. O quizá es que la pasión iba por dentro: ya se sabe que entre los japoneses no está bien visto mostrar emociones. La situación tendí­a a ser incómoda, porque no es agradable sentir que tu pelo es el problema que alguien tiene que resolver esforzadamente, ¿será esto también efecto del choque cultural?

Una vez convenientemente podado el bonsái, a la peluquera jardinera se le metió entre ceja y ceja (justo donde el tercer ojo, supongo) que me tenía que ahuecar todo el pelo, mechón a mechón, y se dispuso a ello con tesón. Mi pelo natural es completamente tipo japonés: liso y negro; por eso habí­a pensado que en una peluquerí­a japonesa me harían un buen corte. Se ve que me equivocaba (relativamente) porque aquella peluquera no estaba dispuesta a que mi pelo siguiera siendo liso y no hací­a más que ahuecármelo con cepillo y secador. Ocurre que tengo más pelo que la japonesa media, así­ que la tarea iba a ser ardua. Al menos no quiso intervenir en las canas -que tengo desde los catorce años-, supongo que porque muchas inglesas pasan de teñí­rselas y en las pelus locales ya están adaptadas a ello. La cosa es que aunque aquello parecí­a inacabable¦ Continuará

Últimos días en Londres: La peluquera castigadora (I)

Recupero en este y próximos artí­culos algunos retazos de mis últimos dí­as en Londres.

Como comenté hace unos cuantos post, una de mis asignaturas pendientes en Londres era catar las peluquerí­as. Después de dos años en Londres no habí­a ido nunca a ninguna hair dresser local, de manera que mi comparatismo antropológico tení­a ese aspecto pendiente de desarrollo. La razón era que las peluquerí­as de mi barrio eran muy cutres y las buenas del centro tení­an unos precios desorbirtados, así­ que aprovechaba mis viajes a Madrid para pasarme por la pelu (ver aquí­) y codearme con la crème de la sociedad madrileña.

Las últimas semanas londinenses las pasé en casa de mi amiga V. en la zona de Putney, cerca de Richmond y Wimbledon. Para quien no la conozca, diré que es una zona muy bien comunicada, llena de comercios, en la orilla sur del Támesis. Un lugar muy agradable, en resumidas cuentas, de alquileres altos y lleno de peluquerí­as que cierran tarde.

En mis paseos de la tarde recorrí­a varias peluquerí­as y planificaba celebrar el final del carapantallismo -cuando lo alcanzara- con la visita a alguna de ellas. Analicé algunas y me gustaron dos de ellas. Cuando le pregunté a mi amiga cuál de las pelus de su barrio me aconsejaba, me quiso disuadir de ir a ninguna peluquerí­a inglesa estando mi vuelta a España tan cerca ya que según ella las peluquerí­as inglesas son mucho más caras y mucho peores que las españolas. Ella, de hecho, siempre se corta en España, aunque lleva unos ocho años en Londres. Pese a esto, comentó que una amiga suya iba a una japonesa del barrio, peluquerí­a que casualmente era una de las que me habí­a dado buena impresión. De manera que, consciente de la importancia antropológica de no irme de Londres sin probar una peluquerí­a local, decidí­ que tení­a que ir a esa peluquerí­a antes de regresar.

Como el carapantallismo avanzaba más despacio de lo esperado por problemas con Internet, pensé que en lugar de celebrar el final de la tarea, tení­a más sentido celebrar el final de la primera parte y una de esas tardes me fui para la pelu. Me presenté en la Japanese hair dresser toda pichi con idea de que me atendieran ese mismo dí­a. Una japonesa de mediana edad muy sonriente me dijo que no era posible, y me dio cita para dos dí­as después. Al salir curioseé la lista de precios y servicios del exterior y me gustó leer que el corte + lavado incluí­a un masaje de Shiatsu por un razonable total de 32 libras. El dí­a de marras me presenté allí­ muy puntual. Me arrebataron el abrigo, el gorro y el bolso y me hicieron sentar en la silla del lugar donde te lavan el pelo.
Continuará