La peluquera castigadora (II)

El local de la peluquerí­a en el corazón de Putney era pequeño y minimalista pero no en plan fashion, sino sencillo. Se ve que mis trastos -o los trastos de cualquiera- amenazaban la proporción de objeto/espacio del Feng shui, de ahí­ la violencia con la que me arrebataron mis voluminosas pertenencias. La cosa es que una japonesa de dientes prominentes y acento extraño me preguntó qué me iba a hacer, quién me había hablado de ese sitio y casi antes de que contestara empujó mi silla conmigo encima hasta una posición tipo pino puente. Al parecer, en las pelus japonesas es costumbre inclinarte mucho el tronco hacia abajo para lavarte el pelo. Imagino que será para que la sangre fluya más a la cabeza y el yin venza al yan o así­. De manera que en lugar del habitual relax del lavado de pelo a la occidental, en la versión japo un@ queda a merced de la peluquera de marras que te tiene que sujetar la cabeza ya que tu cuello no se apoya en parte alguna.

No sé si el yin venció al yan gracias a la incómoda postura, pero al menos tomé conciencia de lo mucho que el techo necesitaba una nueva capa de pintura y yo unas sesiones de gimnasio o una biodramina. El agua estaba tirando a templada más que caliente, imagino que también por algún motivo más o menos arcano. Al levantarme de aquel potro de castigo/lavacabezas deseé que aquel tratamiento de choque no fuera lo que ellos vendí­an como masaje Shiatsu, porque menudo timo. Me sentaron en una silla frente a un espejo y la japonesa de los dientes prominentes me interrogó sobre lo que querí­a. La combinación de mis explicaciones y su background cultural pasada por el filtro de nuestro peculiar uso del inglés (el suyo peor que el mí­o) terminó por convertir mi pelo en una especie de pino bonsai: primero podó la parte enferma (alias restos de permanente), después me cortó las ramas/capas con una paciencia infinita, y luego fue haciendo un degradé diagonal en las puntas de algunos flecos/brotes.

Se manejaba con mucha suavidad, nada que ver con los tirones que a veces te prodigan en España. Me miraba mucho, como un caso a estudiar, como los japoneses que copian una escultura de Rodin en París, o como si estuviera trazando un plano de una estructura complicada: mucha atención, pero ninguna pasión. Una funcionaria de la tijera. O quizá es que la pasión iba por dentro: ya se sabe que entre los japoneses no está bien visto mostrar emociones. La situación tendí­a a ser incómoda, porque no es agradable sentir que tu pelo es el problema que alguien tiene que resolver esforzadamente, ¿será esto también efecto del choque cultural?

Una vez convenientemente podado el bonsái, a la peluquera jardinera se le metió entre ceja y ceja (justo donde el tercer ojo, supongo) que me tenía que ahuecar todo el pelo, mechón a mechón, y se dispuso a ello con tesón. Mi pelo natural es completamente tipo japonés: liso y negro; por eso habí­a pensado que en una peluquerí­a japonesa me harían un buen corte. Se ve que me equivocaba (relativamente) porque aquella peluquera no estaba dispuesta a que mi pelo siguiera siendo liso y no hací­a más que ahuecármelo con cepillo y secador. Ocurre que tengo más pelo que la japonesa media, así­ que la tarea iba a ser ardua. Al menos no quiso intervenir en las canas -que tengo desde los catorce años-, supongo que porque muchas inglesas pasan de teñí­rselas y en las pelus locales ya están adaptadas a ello. La cosa es que aunque aquello parecí­a inacabable¦ Continuará