La ballena contra los malvados anacolutos

Si se me ocurre cerrar los ojos por un instante pasan dos cosas. La primera es la invasión de sonidos: mis oídos se llenan de carcajadas, oigo a gente chasquear la lengua, abrir latas de refrescos, teclear mensajes en su móvil, hablar por teléfono, farfullir y mascullar “qué mierda” y otros tacos, oigo a alguien sorber y a alguien masticar kikos y patatas fritas ruidosamente. Mi nariz se llena de olor a kikos y pipas rancias.

bolsa de patatas fritas

La segunda cosa que pasa si cierro los ojos es que me pierdo algún paso fundamental del ejercicio de Photoshop y no me entero, porque sí, amigos, lo creáis o no, todo este festival sonoro y olfativo tiene lugar en medio de una clase de diseño gráfico. Y una clase de adultos, para más inri.

Los anacolutos son así. Necesitan estar siempre atareados con algo que no sea intelectual (preferiblemente algo grasiento y pringoso, o algo con azúcar, cafeína y taurina) porque de no hacerlo así notan un gran vacío en sus almas. Seguramente esto sea la fase oral de la que hablaba Freud.

Comida basura

Los anacolutos pueden estar un rato sin comer y sin beber Cocacola o Red Bull pero entonces necesitan soltar un chascarrillo, consultar Whatsapp, mirar Facebook en el ordenador con el que deberían practicar Photoshop o atravesar la clase para poner a cargar su móvil en el enchufe de la otra punta.

Empiezo a temer que la escalada de esta tropa llegue al momento eructo o incluso ventosidad y sobre todo el momento celebración de la “ocurrencia” con gran alborozo. Pese al ambiente hostil y mis oscuras premoniciones consigo seguir las explicaciones del profesor razonablemente bien, pero de repente hay algo que se me escapa y le pregunto al profesor cómo había hecho el paso anterior.

Hete aquí que un anacoluto especialmente recalcitrante toma mi pregunta como el pie para la broma de las cinco y media y contesta una idiotez que genera ciertas risas. En ese momento, el café solo que me estoy tomando (uno de los primeros de mi vida) se solidifica como un latido en mi garganta y me giro como una hiena hacia el anacoluto esmirriado y malaleche.

Ballena jorobada saltando

“Algunos venimos a clase a aprender” -le espeto como movida por un resorte, señalando algo completamente objetivo y algo que al mismo tiempo sería un comentario muy ofensivo en mi mundo post fase oral, porque sí, en mi mundo -llamadme primitiva sí queréis- a las clases se va a aprender y no a pasar el rato ni a merendar. Y por supuesto no se va a impedir que los demás atiendan o pregunten sus dudas al profesor.

De repente todos los kikos, carcajadas, chistes groseros, dedos pringados de chocolate tocando teclados, llamadas de teléfono en medio de clase se habían venido sobre mí como un gran tsunami y por el camino se habían revuelto con la evidente frustración de un par de compañeros que quieren aprender pero no se enteran y no se ven con fuerzas para preguntar y se mezclaban con mi propia frustración y la adrenalina que me subía por el cuello por el chute de cafeína pura de aquel café negro. Yo era una ballena dispuesta a derribar los barcos de los zafios pescadores invasores con un coletazo brutal. Una loba dispuesta a atacar la yugular de aquellos cerdos ignorantes y autocomplacientes.

El profesor siguió hablando de los objetos inteligentes con su tono monocorde, como si no hubiera pasado nada, como si fuera normal que un aula fuera una cuadra o un tsunami de objetos ruidosos y malolientes. Como si su trabajo no consistiera en crear un entorno que facilite el aprendizaje.

El impertinente de la fila de atrás siguió a lo suyo, mientras la ballena trataba de serenarse y la loba se tomaba un valium imaginario. Separé el café. Respiré hondo para que la taquicardia remitiese. Y traté de centrarme en los objetos inteligentes de Photoshop, la cosa más opuesta a los seres que me rodeaban.