El kebab y los parroquianos

Son las tres y media de la tarde. No he comido, estoy hambrienta y tengo antojo de kebab desde que llegué a Londres. Un antojo largamente pospuesto por las circunstancias. Entro en un establecimiento árabe de comida rápida. Desde la rebotica, el hombre me saluda al oír la puerta. Dice “shalam”. Le digo “hello”. No sé si lo correcto hubiera sido contestar “alicuum” porque sólo sé que la fórmula larga es “shalam alicuum”, a lo que el otro contesta “alicuum shalam”, pero no sé qué se contesta si te dicen sólo “shalam”. C3PO pí, ¡error de sintaxis! Además, no pensaba meterme en una clase de árabe, sino tomarme un simple kebab, me digo a mí misma, tratando de quitarme el sobresalto absurdo de haber hecho algo mal sin saber qué.

Le pido un kebab de cordero y quizá como una forma inconsciente de compensar la descortesía del saludo, elijo la salsa más árabe de las que me ofrece, menta. El kebab no vale mucho. De hecho, es bastante peor que el que originó mi antojo: el kebab del Ebla en Martín de los Heros (Madrid). Pero me lo tomo morosamente porque me gusta ver cómo el hombre se prepara su café, se lo toma, atiende a un cliente habitual, un negro delgado y cincuentón que le cuenta la vida y milagros de su coche, un Daewoo que ha dejado mal aparcado, date prisa con el falafel, qué buenos son los Daewoo, sí qué buenos son, mi yerno tiene uno, trabaja muchas horas y tal y cual. How’s life?, how’s work? ¿Cómo va esa vida? ¿qué tal el curro? Le pregunta el árabe al parroquiano. Como en cualquier bar de barrio en España pero en el corazón del estresado y a veces inhumano Londres.