Que Míster Bean sea tu ascendiente en tu carta astrológica puede tener su gracia, pero a veces resulta un poco cansado.
La cosa es que aunque llevo años yendo a piscinas públicas en España y en La Pérfida sigo teniendo algunos comportamientos de dominguera.
Hace unos días sin ir más lejos empezaba mi aquagym en un polideportivo nuevecito que han abierto en pleno barrio de Malasaña-Chueca, del que ya os hablaba aquí, y que es muy de diseño, pero de diseño marca ACME en algunos aspectos (Escuelas Pías, en la calle Farmacia 13).
Por ejemplo, los vestuarios no tienen perchas. Sí, hombre, esos elementos normalmente metálicos con una parte ganchuda y debajo una parte triangular de la que se cuelgan blusas, pantalones, y faldas… Lo explico por si alguno de los responsables del polideportivo me está leyendo y consigo abrirle la mente a nuevos horizontes y utilidades. Las perchas puede que no sean un artículo de nueva generación, pero ayudan mucho a que la ropa no termine completamente arrugada…
La cosa es que ya tenía mi mochila preparada con mi neceser con botes herméticos y pequeños con todos los productos que necesitaba, monedero con monedas distintas para el secador (¿será de 5 céntimos o de más? cojo de 5, 10 y 20 por si acaso?), y para las taquillas (¿será de 0,50 o de 1 euro; cojo de ambos). Me encaminé al lugar de autos con la hora un poco justa (justo lo que no se debe hacer el primer día que vas a ningún sitio con hora fija) y hete aquí que una vez que subo los tres pisos (¿una piscina en el 3º piso del complejo?), atravieso el torniquete sin necesidad de preguntarle a nadie cómo se aplica la tarjeta de contacto (una será Mister Bean, pero tiene un poco de mundo 🙂 y localizo el vestuario de chicas, resulta que este es una habitación pequeña, achicharrante, con pocos bancos y todos ocupados por mujeres en distinto grado de desnudez y piel mojada (no se me alteren los lectores masculinos, hagan el favor).
Me hago un hueco como puedo, me desvisto, embuto la ropa en la mochila y la meto en una taquilla. Previamente he visto que nadie tiene perchas. Saco una moneda de 1 euro, la introduzco en la ranura, giro la llave y tachán, la llave no se cierra pero la máquina se ha tragado mi moneda tan tranquila. Me cae un chorro de sudor, y eso que ya estoy en bañador.
Saco la mochila y las zapatillas, abro el monedero y hago un par de intentos infructuosos más en otras taquillas que van acabando con mis reservas de monedas y consumiendo los primeros minutos de la clase. Al final localizo con ayuda de una compañera una taquilla que funciona y la moneda que alguien se ha dejado en una taquilla que no funciona y dejo allí mis bártulos sanos y salvos.
Para entonces, tras tanto experimento infructuoso con las taquillas, mi imaginación calenturienta había creado varias escenas en las que yo volvía de la piscina y encontraba mi mochila vacía o desaparecida y tenía que volver a casa en bañador y chanclas a las diez de la noche. Ya se sabe que la prisa, el calor y las máquinas defectuosas son una combinación explosiva, pero es que además alguna vez he vivido una experiencia así, que terminó en una comisaría de esa guisa; aunque esa es otra historia.
La compañera-salvadora me guía hasta la piscina. Me dice que ella viene a natación, no a aquagym y que me prepare porque las clases son muy cañeras. En ese momento no sé si por la adrenalina, por el alivio de tener mi mochila segura o porque últimamente estoy bastante en forma me parece la mejor noticia del mundo.
En el recinto de la piscina hay dos piletas. Una olímpica y otra liliputiense. Adivinad cuál les toca a los de aquagym. La liliputiense, of course, y yo que venía con ganas de caña. Vaso de enseñanza creo que es el nombre oficial (¿no, Simoneta?).
La piscina de los pitufos es pequeña, peluda, suave… Bueno, no, en realidad es pequeña, poco profunda y está llena de adultos haciendo cosas raras.
La profe está en el bordillo, de espaldas a mí, dando instrucciones por su micrófono. Espero a que se gire, pero como no lo hace le doy un toque en la espalda y me presento. Me meto en el agua justo a tiempo de participar en algo que se llama “Pregunta a quién le gusta el helado de chocolate y vete con él“. Y no, no es un speed dating, ni una clase para niños de ocho años.
Por una décima de segundo pienso que estoy en “Vacaciones en el mar” versión personas con problemas de riego cerebral, pero no he llegado hasta aquí peleando contra los elementos para hacerme la quisquillosa ahora…
En los siguientes minutos participamos en otras actividades con enunciados sesudos como “las que tengáis nombres con “a” aquí y las que no allí y salpicaos unas a otras”, o los del Atleti a un lado y los del Madrid al otro. Como casi todo somos mujeres y nos da bastante igual el fútbol hay cierto momento de impasse, pero según transcurre la clase se hace evidente que la profesora sabe lo que hace y que estas chorradas han conseguido que a lo tonto a lo tonto hagamos un buen calentamiento. El resto de ejercicios son bastante más normales y de hecho hemos trabajado bastante.
Consigo ducharme, peinarme y demás en estos vestuarios mínimos sin incidentes, pero como no hay secadores de pelo (sólo de manos; otra genialidad de este polideportivo de diseño) voy con el pelo medio mojado. No me importa porque hace una noche magnífica y porque el ejercicio me ha dejado espídica y me siento capaz de enfrentarme a taquillas traicioneras y a lo que se ponga por delante.
Por el camino me encuentro con la profesora, a la que le ha llamado la atención mi apellido (Bonasera), y que resulta que es un encanto, sabe mucho de educación física y se toma con mucho interés los problemas físicos de sus alumnos. Le hablo de mi contractura de hombro, pero desestimo hablarle de mi lado Míster Bean. Eso ya lo descubrirá por sí misma a lo largo del curso, supongo…