El martes pasado, tras la larga tutoría a dos bandas y el reencuentro con amigos y conocidos de países diversos (mayoría de chilenos) en la facultad y la charla modernista (Joyce vs Virginia Woolf) con mi amiga de Taiwán en el café regentado por turcos (ya se sabe, caminar por Londres es como caminar por la ONU), decidí que necesitaba tomarme la tarde libre porque estaba agotada y que de esa manera el día siguiente retomaría la tarea con más entusiasmo (quality time, llaman por aquí al uso selectivo del tiempo) y me sería más fácil seguir las nuevas líneas de investigación que me habían propuesto.
Como se trataba de coger fuerzas y reorientarse, pensé que lo mejor empezar por el principio e irse al kilómetro cero. No de España, sino del mundo mundial. Aquí en La Pérfida hacemos las cosas a lo grande, puestos a ser imperio, seamos el ombligo del imperio hasta en el sentido geométrico. La cosa es que el meridiano de Greenwich está lógicamente en Greenwich (pronunciado grínich y no de la fantasmagórica manera en que lo solemos hacer en España), sureste de Londres, sureste de Inglaterra, a la vera del Támesis. Y sucede que tanto mi facultad como mi casa quedan cerca de tal zona. Así que decidí ir a Greenwich en autobús, con idea de darme un paseo y ver una película, ya que en los cines de allí suelen poner buenas pelis. Una comedia, preferiblemente.
La cosa es que Greenwich estaba de obras y el bus cambió su recorrido habitual, con lo cual me pasé de parada y decidí seguir en plan aventura a ver dónde me llevaba. Es la típica cosa que uno siempre ha querido hacer y pocas veces se ha atrevido o ha tenido oportunidad: subirte a un bus a la aventura, y bajarte en la última parada sin tener ni idea de dónde es. Me pareció que el plan cuadraba para mis objetivos: dejarse llevar por un bus mientras observas el paisaje desde el segundo piso de un double decker bus londinense es una forma original de pasar la tarde y exige poca o ninguna concentración o esfuerzo físico, cosas de las que andaba bastante escasa en ese momento.
Lo que por supuesto yo no sabía es que el recorrido de aquel bus, el 177, te lleva casi hasta el fin del mundo. No puedo detenerme mucho en la flora y fauna del autobús y los alrededores, pero en resumen diré que vi ejemplares humanos nada frecuentes en mi vecindario o en el centro de Londres, además de zonas muy distintas. El viaje mereció la pena, sobre todo porque puso las cosas en perspectiva. Aguanté hasta el final del recorrido como me había propuesto y me bajé. Crucé la calle y me puse a esperar el autobús de vuelta en medio de un lugar completamente desconocido para mí. La zona era vagamente residencial y había un centro deportivo con piscina cubierta. El ratio de bebés y niños por metro cuadrado era alto. Surgieron nubes grises aquí y allá. La temperatura bajó unos cuantos grados. Decidí ponerme una capa más de las que traía conmigo “just in case”. Afortunadamente aún quedaban unas cuantas horas de luz.
El bus tardó en llegar, porque se ve que el que me había traído terminaba turno o descansaba (no me extraña, con tamaño itinerario). Me bajé en Greenwich, en el lugar correcto esta vez a pesar de las obras, que no era otro que junto al Greenwich Picture House, un cine multisalas. Harry Potter sólo tenía sesión a la 1 de la tarde (aunque además no me pareció que fuera lo más relajado meterse esa sobredosis de personajes desconocidos; sólo he visto la primera peli) pero el pase de Los Simpson era una hora y media después. Saqué la entrada y me puse a pasear para matar el tiempo (la mera idea de matar el tiempo me parecía un lujo, en medio de una época de estrés; un lujo casi extravagante, debo decir; se ve que he perdido la costumbre).
Terminé metiéndome en el Café Rouge, un café restaurante francés bien mono, con balconada circular, al que le tenía ganas, francófila como soy, para tomar un café y unas notas, en plan parisina bohemia. La idea original era comer palomitas mientras veía los Simpson, emulando las costumbres de los personajes (lo de comprar un donuts rosa me pareció demasiada complicación y demasiadas calorías) y además cenar en un sitio como ése debía ser muy caro… La cosa es que me trajo la carta un camarero francés bastante guapo y simpático (en eso los camareros del Rouge no parecen franceses: ni un gramo de displicencia) una ensalada con queso roquefort me llamó poderosamente la atención. Decidí que un día era un día y que cenaría tranquilamente en el Café Rouge y que pasando de palomitas.
La cena me supo estupenda y resultó que Alex -que así se llamaba el camarero guapetón- sabía español.
La peli de Los Simpson, sin ser nada del otro jueves, tiene gracia, especialmente para una tarde como la mía. Y también es curioso verla en inglés y sin subtítulos. Una chavala que tenía delante se carcajeaba todo el tiempo, por cierto. Uno de los momentos mejores es una escena entre Schwazeneger (como quiera que se escriba) y su asesor. Este le da cinco posibles planes para atajar el problema ecológico en Springfield y el ex actor se empeña en que antes de elegir uno los debe leer todos. El asesor le dice “en el mundo de hoy el conocimiento está muy sobrevalorado”. Y finalmente Schwazeneger opta por el plan más salvaje, sin haber leído ninguno de ellos. Con esto no estropeo la peli, porque queda mucho por descubrir.
Volví a coger el 177 de vuelta a la zona de mi facultad y desde allí volví a casa caminando a buen paso, que el relajo no quita lo saludable y había que bajar la ensalada de pollo, bacon y roquefort.
Y sí, efectivamente, dormí estupendamente y al día siguiente estaba de buen humor y motivada. Pero de eso ya hace muchooooo…