En mi ausencia, en mi piscina de cabecera ha habido un corrimiento de tierras. Al menos yo he tenido esa sensación, pero no pondría la mano en el fuego (tres elementos en dos líneas: no vamos mal). La cosa es que he faltado a mis clases de natación, primero por faringitis, luego por curro acumulado y luego porque me levanto con la garganta chunga y me da miedo empeorarlo con la piscina. A día de hoy apuesto a que tengo alergia a algo y que por algún motivo la piscina me lo agrava, pero en fin.
No cuento como natación la escapada del viernes pasado a la piscina de verano después de la comilona después de la tesis de mi hermano después de ocho años de investigación (mi hermano, que no yo; lo anterior si iba por mí), porque aquello -producto de que repente empezó a hacer un calor impresionante después de semanas de lluvia- fue más terapia de choque que otra cosa: sobre la toalla se estaba estupendamente tomando el sol, pero si cedías a la tentación del agua azulísima y de la muy poca gente en la pileta y te metías, un ser malvado y congelado se te agarraba a los miembros (las miembras, como existir, no existen) y te inmovilizaba. Lo que no estaba nada inmóvil era mi pelo que se me venía a los ojos (no llevaba gorro), así que entre el frío, la ceguera temporal y la no muy limpia superficie del suelo (será que a la luz del día se ve más) tuve muy claro que aquello no tenía nada que ver con mi natación en recinto cubierto y climatizado y ni siquiera hice un segundo intento.
Me limité a rociarme con filtro solar factor 60 en spray y a tratar de relajarme. Pero mi afán analógico y la experiencia vivida en el agua me lo impidieron: aquella repentina desazón en el agua tras tres meses de natación me empezó a inquietar y mi inquietud tomó la forma y el volumen de las nubes esponjaditas y robustas que lucían en un cielo azulísimo. Desde sus curvas decía una nube pomposa: en estas semanas sin piscina tu cerebro se ha desprogramado, pero en seguida el viento la movía y se acercaba otra con forma helicoidal que sostenía que yo, pariente de Míster Bean como soy, tengo algún defecto genético que me hace parecer torpe per se, por muy familiarizada que esté con un determinado medio.
Me dije que como nubes eran muy monas, incluso realmente fotogénicas -lástima que mi móvil no tenga cámara-, pero que para diagnósticos ya estaba House o al menos algún ser animado. La noticia buena fue darme cuenta de que ir a natación te libra del trauma del bañador al comienzo del verano: si te ves a diario de esta guisa, ningún michelín nuevo te hace saltar las alarmas, amén de que ya vayas depilada de serie (o casi).
Hoy por fin he decidido que iría a nadar contra viento y marea (he aquí el cuarto elemento que nos faltaba en el párrafo inicial), con todas las monedas necesarias para acceder a taquilla y secador. A todo lujo, vamos. La cuestión es que hoy éramos muy pocos en clase y el destino ha querido que mi rentrée fuera por la puerta grande. Os hablaba hace un tiempo de los animales de piscina y especialmente de una apocalíptica con ideas peculiares sobre lo absurdo de beber agua después de nadar, la bondad de las sillas de cocina para personas con problemas de espalda y otras aportaciones igualmente peregrinas.
Pues bien, hoy la tabla incluía algo llamado remolque a braza que consistía en remolcar a alguien o algo sosteniéndolo por las axilas y avanzando gracias a la patada de braza de las piernas. Y claro, de las posibles combinaciones, remolcar a J. , a C., a una señora que no sé cómo se llama o al muñeco de plástico (que se llama Pepito; qué extraño mundo aquel en el que los muñecos tienen nombre y las personas no), me ha tocado a mí remolcar a este ser de lógica inenarrable, alias Doña Apoca.
La tipa, que además está bastante entrada en carnes pero tiene poca flotabilidad, lejos de dejarse remolcar como cualquier víctima bien educada, daba patada a su vez, de manera que por un lado me lanzaba agua a los ojos y la nariz y por otro a veces me hacía hundir la cabeza. Así que mi rentrée ha consistido en que tragara más agua la salvadora que la supuesta víctima. En fin, sobrevivimos a la experiencia y ni siquiera traté de vengarme cuando el caso era el contrario: ella remolcándome a mí; que floto mucho más y tengo la masa mejor repartida y en educación como ser humano de a pie y como víctima de ahogamiento le doy mil vueltas, dónde va a parar.
Al salir, percibí una cierta hermandad entre tres de mis compañeros, incluida la tal Apoca, aunque en algún momento parece que Apoca le había dado un manotazo, gajes del socorrista en alta mar, sería. La cosa es que luego, en los vestuarios, Dios o la justicia poética quisieron compensarme por mi buena acción (dejarme ahogar por la persona a la que yo supuestamente estaba salvando) y de repente hablando de esto y aquello Apoca terminó dándome una idea para un proyecto de trabajo e incluso ofreciéndome su asesoría. En fin, ya veremos en qué queda esto. Pero está claro que quien se aburre es porque quiere, o porque no tiene a mano una piscina con su fauna por allí.
(c) Elsinora Bonasera.