Niño muerde a perro: otro caso de la fauna piscinil

En mi ausencia, en mi piscina de cabecera ha habido un corrimiento de tierras. Al menos yo he tenido esa sensación, pero no pondrí­a la mano en el fuego (tres elementos en dos lí­neas: no vamos mal). La cosa es que he faltado a mis clases de natación, primero por faringitis, luego por curro acumulado y luego porque me levanto con la garganta chunga y me da miedo empeorarlo con la piscina. A dí­a de hoy apuesto a que tengo alergia a algo y que por algún motivo la piscina me lo agrava, pero en fin.

No cuento como natación la escapada del viernes pasado a la piscina de verano después de la comilona después de la tesis de mi hermano después de ocho años de investigación (mi hermano, que no yo; lo anterior si iba por mí­), porque aquello -producto de que repente empezó a hacer un calor impresionante después de semanas de lluvia- fue más terapia de choque que otra cosa: sobre la toalla se estaba estupendamente tomando el sol, pero si cedí­as a la tentación del agua azulí­sima y de la muy poca gente en la pileta y te metí­as, un ser malvado y congelado se te agarraba a los miembros (las miembras, como existir, no existen) y te inmovilizaba. Lo que no estaba nada inmóvil era mi pelo que se me vení­a a los ojos (no llevaba gorro), así­ que entre el frí­o, la ceguera temporal y la no muy limpia superficie del suelo (será que a la luz del dí­a se ve más) tuve muy claro que aquello no tení­a nada que ver con mi natación en recinto cubierto y climatizado y ni siquiera hice un segundo intento.

Primer plano de cara de foca en el mar
PublicDomainPictures – Pixabay

Me limité a rociarme con filtro solar factor 60 en spray y a tratar de relajarme. Pero mi afán analógico y la experiencia vivida en el agua me lo impidieron: aquella repentina desazón en el agua tras tres meses de natación me empezó a inquietar y mi inquietud tomó la forma y el volumen de las nubes esponjaditas y robustas que lucí­an en un cielo azulí­simo. Desde sus curvas decí­a una nube pomposa: en estas semanas sin piscina tu cerebro se ha desprogramado, pero en seguida el viento la moví­a y se acercaba otra con forma helicoidal que sostení­a que yo, pariente de Mí­ster Bean como soy, tengo algún defecto genético que me hace parecer torpe per se, por muy familiarizada que esté con un determinado medio.

Me dije que como nubes eran muy monas, incluso realmente fotogénicas -lástima que mi móvil no tenga cámara-, pero que para diagnósticos ya estaba House o al menos algún ser animado. La noticia buena fue darme cuenta de que ir a natación te libra del trauma del bañador al comienzo del verano: si te ves a diario de esta guisa, ningún michelí­n nuevo te hace saltar las alarmas, amén de que ya vayas depilada de serie (o casi).

Salvavidas
Mikele Designer – Pixabay

Hoy por fin he decidido que irí­a a nadar contra viento y marea (he aquí­ el cuarto elemento que nos faltaba en el párrafo inicial), con todas las monedas necesarias para acceder a taquilla y secador. A todo lujo, vamos. La cuestión es que hoy éramos muy pocos en clase y el destino ha querido que mi rentrée fuera por la puerta grande. Os hablaba hace un tiempo de los animales de piscina y especialmente de una apocalí­ptica con ideas peculiares sobre lo absurdo de beber agua después de nadar, la bondad de las sillas de cocina para personas con problemas de espalda y otras aportaciones igualmente peregrinas.

Pues bien, hoy la tabla incluí­a algo llamado remolque a braza que consistí­a en remolcar a alguien o algo sosteniéndolo por las axilas y avanzando gracias a la patada de braza de las piernas. Y claro, de las posibles combinaciones, remolcar a J. , a C., a una señora que no sé cómo se llama o al muñeco de plástico (que se llama Pepito; qué extraño mundo aquel en el que los muñecos tienen nombre y las personas no), me ha tocado a mí­ remolcar a este ser de lógica inenarrable, alias Doña Apoca.

Medusa azul
Public Domain Pictures – Pixabay

La tipa, que además está bastante entrada en carnes pero tiene poca flotabilidad, lejos de dejarse remolcar como cualquier ví­ctima bien educada, daba patada a su vez, de manera que por un lado me lanzaba agua a los ojos y la nariz y por otro a veces me hací­a hundir la cabeza. Así­ que mi rentrée ha consistido en que tragara más agua la salvadora que la supuesta ví­ctima. En fin, sobrevivimos a la experiencia y ni siquiera traté de vengarme cuando el caso era el contrario: ella remolcándome a mí­; que floto mucho más y tengo la masa mejor repartida y en educación como ser humano de a pie y como ví­ctima de ahogamiento le doy mil vueltas, dónde va a parar.

Al salir, percibí­ una cierta hermandad entre tres de mis compañeros, incluida la tal Apoca, aunque en algún momento parece que Apoca le habí­a dado un manotazo, gajes del socorrista en alta mar, serí­a. La cosa es que luego, en los vestuarios, Dios o la justicia poética quisieron compensarme por mi buena acción (dejarme ahogar por la persona a la que yo supuestamente estaba salvando) y de repente hablando de esto y aquello Apoca terminó dándome una idea para un proyecto de trabajo e incluso ofreciéndome su asesorí­a. En fin, ya veremos en qué queda esto. Pero está claro que quien se aburre es porque quiere, o porque no tiene a mano una piscina con su fauna por allí­.

(c) Elsinora Bonasera.