My first birthday back in Madrid (part II)

Hace unos dí­as fue mi cumpleaños. Se trata de mi primer cumpleaños en Madrid, tras dos años en Londres. La historia la empecé a contar aquí­ y prometí­ publicar una segunda parte en breve. He tardado en hacerlo por falta de tiempo y también porque querí­a afinar mucho en el enfoque y en los elementos elegidos, por el valor narrativo del evento: un cumpleaños en dos sitios era una oportunidad muy apropiada para comparar etapas y hacer interpretaciones.

El borrador incompleto de la primera fase (los post más narrativos del blog los escribo por oleadas, pero normalmente las oleadas añaden pero apenas corrigen; quizá “oleada” no es la mejor metáfora para explicarlo, pero no se me ocurre otra) me parecí­a costumbrista en el mal sentido de la palabra. Pertenezco a un tipo de escritores que funcionan mayoritariamente “de oí­do”: si el tono no suena bien, me resulta muy difí­cil hacer como otros escritores menos emocionales o más disciplinados y seguir adelante con el propósito de fijar las ideas y retocar al final. Yo necesito que la “sintoní­a” esté medianamente definida, aunque luego pueda afinar una nota aquí­ o allá, ampliar una sección, eliminar otra, repetir. De hecho, si aquello no suena, siento que no hay ideas que fijar, porque las ideas surgen al abrigo de la música o al menos ella las muestra con más fuerza.

Así­ que el comienzo del artí­culo ha dormido unos dí­as hasta que hoy, a la sombra de los Javier de Mier leí­dos y por leer, y a la sombra del trabajo que tengo pendiente y que abordaré en breve, por fin he encontrado (he oí­do) la forma de continuarlo y me he puesto a ello. Es curioso que una vez tienes el tono, lo que más te ayuda a la hora de construir un texto de este tipo es la memoria visual. Pero basta de “cocina de escritor”. Vayamos al texto en sí­.

Inicié mi dí­a de cumpleaños en Madrid levantándome a las 7 y media para ir a nadar. Me puse el bañador, una camiseta y unos pantalones cortos y desayuné un té con sacarina (¡hecho con el agua de una kettle!) y un yogur desnatado. A dos minutos de mi casa está el metro, cosa que en Londres ni por asomo (bueno, van a ampliar la East Line así­ que en breve habrá Tube por allí­ y los precios de las casas subirán etc etc.) Nadé unos cuantos largos como si aquello de la crisis de los treinta y tanto no fuera conmigo (la edad media de mis compañeros ayuda, qué duda cabe) y no comenté con mis compañeros de piscina también conocidos como la fauna piscinil que era mi aniversario porque nos conocemos poco y todo iba a resultar forzado.

De vuelta a casa, superada la logí­stica post-nadar (aclarar bañador y gorro, etc etc) trabajé un poco hasta la comida, en los ratos en los que no me llamaron para felicitarme. En realidad no me llamó mucha gente, pero con los que lo hicieron estuve hablando largamente (hay por ahí­ una araña roja, sin ir más lejos) y realmente fue como si no hubiera pasado dos años fuera, ni hubieran transcurrido 13 años (oh cielo santo, 13 años, qué horror) desde que dejamos la facultad. Me acordé también de los que antes siempre llamaban y que nunca podrán volver a hacerlo (soy de las que se ponen trascendentes con los cumpleaños, qué le vamos a hacer 🙂 y saqué la conclusión de que habrá que evitar posponer nada con los presentes.

A la hora de comer, en lugar de tener frente a mí­ el careto de F. mi flatmate londinense, o la pantalla de la tele de la cocina (con frecuencia comí­a con el Cifras y letras británico; a esto me gustarí­a dedicarle un post en el futuro) o el cherrytree del front garden y un séquito de arañas, moscas, avispas y demás bicherí­o (con el que solí­a bailar una danza-batalla en la que solí­a ganar yo a fuerza de terminar agotada), en el caso de que hubiera sacado mi bandejita al jardí­n para comer allí­ aprovechando el buen tiempo; decí­a que en lugar de lo anterior, frente a mí­ tení­a a mis padres y a mi hermano menor (sí­, el que leyó la tesis según conté aquí­) y comí­amos en una mesa grande de roble en un comedor de un tercer piso de una céntrica zona de Madrid sobre sillas estilo reina Ana restauradas, comida no hecha por mí­, y no comprada ni el Sainsbury’s de Stanstead Road (jurarí­a que se llamaba así­ el Sainsbury’s local al que iba, junto a los bomberos y frente al dentista pakistaní­ seguidor del Madrid; de camino a casa de mi alumna de español en Sydeham y a la pizzerí­a donde hice mis pinitos) ni en las tiendas de los pakistaní­es cercanos, ni en el Welcome de Crofton Park, ni el mercadillo de los sábados de Lewisham (ah, qué frutas y qué quesos, y qué aceitunas francesas; lo pesado era llevarlos a casa en el bus desde allí­) frente al Ladywell Leisure Centre donde yo iba a nadar, ni siquiera en el enorme Sainsbury’s de Forest Hill (esa zona que me parecí­a más agradable y segura que la mí­a, pero que en realidad era bastante más peligrosa) o en el Price de cerca de mi college (¿se llama así­ la cadena de congelados baratos que anuncia una madre oronda y sonriente? Cada vez me cuesta más precisar estos detalles; podrí­a mirar en Google, pero la gracia es tratar de acordarse).
Después de comer, mi intención era trabajar un poco…

Continuará

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Al final he tenido que mirar el nombre de la tienda de congelados. Recordaba que el logo era naranja y de tipografí­a muy sólida (tipo bloque), pero del nombre nada. Metiendo en Google las palabras con las que ellos se venden (good price, frozen products y añadiendo UK) aparece en seguida Iceland, que era el nombre de la cadena de congelados que querí­a recordar. Una especie de La Sirena, pero más cutre. He encontrado este comentario sobre la tienda (en inglés) con el que coincido bastante. Incluye precios recientes, además. Resulta que la madre regordeta que yo pensaba que era una actriz de una soap opera o una presentadora es en realidad una cantante de un grupo y se llama (según el autor del artí­culo) Kerry Katona (qué rica tona está la Kerry, apetece decir; aunque esta en realidad ha comido demasiado helado congelado marca Iceland).