A veces pienso que mi compañera de piso F. sería una excelente guionista para programas de humor absurdo. La última con la que me ha venido es un elogio de una pareja de testigos de Jehová que se presentaron a dar la plasta.
Resulta que en una mañana de muchas entradas y salidas y muchos timbrazos -están la monstruita y su novio, pero también Patrick, el padre de la monstruita; así no hay quien estudie- ha sonado el timbre. Ha abierto F. y desde la cocina he oído que mantenía una larga conversación en voz baja con dos voces, una masculina y otra femenina, en términos cordiales pero con alta carga de contenido, cosa extraña dado lo casual de la escena y dado que F. es disléxica y tiene déficit de atención, según ella.
Las voces no se oían con claridad desde donde yo estaba, pero sí detectaba que la conversación era cordial pero a veces se tornaba intensa y estaba bastante intrigada, debo decir, porque aquello no parecía una charla con unos vecinos.
A los diez minutos, F. se ha despedido de los visitantes con un “nice to see you” y he notado que el tono en general había sido amistoso, pero no el típico de F., quien se ríe mucho y bromea. Así que o los conocía poco, o no los conocía en absoluto, pero eso no le ha impedido despedirse de forma cariñosa (F. es así; de hecho es una de sus mejores cualidades).
Después me ha contado que eran testigos de Jehová y que habían estado hablando de las inundaciones en la India y de que si eso se debía a que habíamos enfadado a Dios. Lo relataba dando a entender que le parecía un comentario sin base real, pero al mismo tiempo encantador, y ha añadido que se había acordado de las charlas de su padre sobre este tipo de cosas, que como buen musulmán tiene ideas muy claras acerca de estos temas y siempre quería tener razón y a la mínima ocasión suscitaba el tema. No les dejaría meter baza, me dice sonriendo.
Hasta ahí, bien: uno es libre de conmoverse con situaciones que le recuerdan a batallitas con su padre, e incluso de compensar lo poco amable que fue en el pasado con él siendo encantadora con alguien que se le parece (todos hemos caído en esto de la compensación mediante persona interpuesta en algún momento).
Pero en seguida vuelve al tema Testigos y me dice que le gusta mucho que la gente tenga “strong ideas” y que le encanta hablar con personas así, tan admirables. Lo que hace la dislexia, dios mío. Como si el fanatismo escondiera algún tipo de clave filosófica.
Por ejemplo: Mi “strong idea” es que las personas pelirrojas son satánicas y que hay que matarlas. Qué admirable soy porque estoy convencido de ello y noche y día sólo pienso en cómo terminar con el vecino del quinto que tiene la “desgracia” de ser pelirrojo.
Hasta entonces, yo, que andaba comiendo piña…
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Gracias, Elsinora por no dejar de hacerme reir y recordarme historias de todo tipo.
Me has hecho recordar una visita de los testigos que me contó mi tía Pepa. Al parecer ella había salido y cuando llegó a su casa se encontró a estos señores -muy educados, eso sí- dándole la charla a mi pobre tío -que era incapaz de echar a nadie- alrededor de la mesa camilla. Ni que decir tiene que ella los evacuó en un pis-pas.
Y no se me olvida su comentario: “Hay que ver hija mía, que ya no puede una ni irse tranquila al Corte Inglés, que vuelves y te encuentras la camilla llenita de gente rara. Y es que cualquier día llego y me encuentro a un asesino en serie, que con tu tío no hay quien pueda con eso de que hay que escuchar a todo el mundo…”
Yo era antes un poco así. Me gustaba darle a todo el mundo la oportunidad de expresarse porque nunca se sabe. Pero llega un momento -¿una edad?- en que sabes perfectamente qué puedes esperar de determinados tipos de personas y tampoco es que andemos sobrados de tiempo ni de energía.
Yo tenía 14 años y un vecino extravagante, Rabanal de apellido, catedrático de griego de profesión, capa española de abrigo. Grandote, con vozarrón. Metía miedo, de no ser porque los que lo conocíamos sabíamos que era un cacho pan. Época aquella de intensa campaña de los Testigos de Jehová. Frita me tenían a mí, que la casa era inmensa y el cuarto de estar estaba en la otra punta de la puerta de entrada, así que mis piernas jóvenes eran las encargadas de ir a abrir cuando alguien llamaba. Yo, niña educada y tolerante de por mí, no sabía cómo deshacerme de tanto pesado apocalíptico. Un día subía las escaleras de la casa de mi vecino, y vi cómo una pareja de testigos esperaban a su puerta que ésta fuera abierta. Apareció en ella Rabanal, que salía para la Facultad. “Hola, buenas tardes, somos Testigos de Jehová y venimos a…” Rabanal extendió las alas de su enorme capa como si fuera un Conde Drácula a punto de salir volando, y dijo con su voz de trueno: “¿Jehová? ¡¡¡Jeová sooooy yooo!!!”. Cerró la puerta tras de sí y echó a andar escaleras abajo sin más explicaciones. ¡Cómo lo envidié aquel día!
Como llego tarde a todas partes, creo que me perdí. Tu casera, F. ¿no era sueca? ¿Y tenía un padre musulmán?
Por lo demás: hay que reconocer que los testigos de Jehová son un tostón, pero dan mucho juego. Un día de estos acabaré encontrándome con ellos y diciéndoles que a mí, lo que de verdad me gusta, es la zoofilia y que, total, como ya estoy condenado… Solo por ver la cara que se les queda, la verdad.
Metrolando (te contesto aquí varios comentarios, menuda facundia la tuya; así me gusta). F. es hija de egipcio musulmán y sueca, ojos azules y piel tostada, extraña combinación que sería más chuli si los ojos no fueran saltones.
Y es cierto, los testigos dan mucho juego. Soy partidaria de respetar las creencias de todo el mundo, pero cuando se ponen insistentes hay que puntualizar.
Me alegro de que te gustara la rosa con gotas. Hoy llueve por aquí, bastante además, así que hay flores con gotas por doquier.
Hoy tengo la penúltima sesión de acupuntura. A ver si me terminan de arreglar…
A mi me pasa lo mismo, Elsinora. Para según que gente me queda ya muy poca paciencia. Soy más bien del aire de mi tía: “Jesús, que espanto, y en mi camilla”.
Teresa, tu historia es fantástica. De lo mejor que he oído.