Fin de fiesta en Pekín

Las olimpiadas están a punto de tocar a su fin. Se pueden hacer múltiples balances sobre lo que han significado. Para mí­ más allá de las 18 medallas, han supuesto ir a China, estar en la espectacular inauguración de la mano de Zhang Zimou, ver unos cuantos eventos in situ (y descubrir lo interesante que puede resultar ver un partido de bádminton), conocer gente estupenda de diversos países, poner a punto mi inglés, pasar mucho calor, caer de bruces sin proponérmelo ante el suelo pekinés, luchar contra la costumbre china de cebarte, y escandalizarme leyendo algunas cosas sobre China.

Dragón
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Independientemente de los momentos brillantes de estas olimpiadas, es cierto que el gigante asiático no debería haber acogido unos juegos olímpicos, si realmente se considera que los JJOO no son sólo deporte, sino el vehículo de una determinada filosofí­a de fraternidad y juego limpio. Bush hijo, brillante como siempre, dijo que acudiría a China porque los juegos son deporte y no polí­tica. Como es sabido muy pocos fenómenos de masas son independientes de la polí­tica y de los intereses económicos. Lo que Bush querí­a decir es que a USA, a partir de determinado número de ceros, le importa más la economí­a que la polí­tica: una población de 1.300 millones de personas es un mercado potencial demasiado grande para no pensarse dos veces la definición de democracia o derechos humanos.

En fin, dicho esto, me quedo con las medallas de Nadal y de las chicas del tenis y con nuestra brillantí­sima plata en basket (que le debe al menos el 50% al arbitraje) y con las de natación sincronizada y las de David Cal y el bronce en balonmano y las muchas medallas en deportes náuticos y me hago el propósito, como en tantas otras olimpiadas, de no quedarme en mera espectadora de deportes y ponerme las zapatillas o el bañador y lanzarme a la calle o a la piscina.