Elsie y el malvado pulsómetro

Decíamos que el misterio de Elsinora y el pulsómetro se resolvería en un próximo post. Y aquí estamos mi pulsómetro y yo. Pero antes un poco de contexto.

Experimento un curioso fenómeno con ciertos aparatejos tecnológicos. Cuando la gente dice “pero si es muy intuitivo” yo me echo a temblar. Se ve que mi intuición va por otro lado que la de la mayoría de la gente o al menos de la de los diseñadores de software o de todo tipo de interfaces.
Sea como fuere ahí estaba yo con mi flamante pulsómetro, la banda pectoral y una cosa redondita y dura que parecía la tapa de un objetivo de cámara de 35mm. La cinta había que ponérsela debajo del pecho, adaptándola a tu contorno, para que estuviera lo bastante firme para no caerse en mitad del ejercicio pero no demasiado apretada. Había que poner un poco de agua en dos especies de ventosas que tiene para facilitar la captación de las pulsaciones (el agua es buena conductora de electricidad) y luego había que insertar la “tapa de objetivo” en los extremos de la cinta y cerrarlo. El ajuste de la cinta me lleva un rato y mientras estiro y encojo para dar con la longitud exacta cruzo los dedos para que en el forcejeo el agua de las ventosas no se haya secado o se haya quedado en la piel equivocada.
Por fin lo tengo puesto y ahora toca cerrar la pieza circular en la espalda. Cuando voy a intentar cerrarlo veo que no puedo. La contractura del hombro izquierdo me lo impide. Forcejeo un poco con el cacharro tratando de conseguir que encaje como debe, acordándome un poco de los problemas de los chicos primerizos con los sujetadores de sus ligues, pero al final le pillo el truco y oigo un click al mismo tiempo que siento un tirón en el hombro (mira si no será malo el deporte que uno se lesiona antes de ponerte manos a la obra).
Ahora sólo hay que activar el pulsómetro y conseguir que se comunique con el reloj o mejor dicho con el terminal (los pulsómetros de Suunto o de Polar no son simples relojes sino terminales, que lo sepáis).
La denominación “terminal” es correcta, ya que aunque a primera vista sólo parezca un reloj negro un poco más grande de lo normal con un detallito en fucsia en la esfera, esto es una herramienta de lo más refinada. El circulito de la banda pectoral emite una señal codificada al “reloj” con mis pulsaciones y este lo decodifica. Y diréis, a quién le interesará saber las pulsaciones de Elsinora o de cualquier deportista. No parece que sean datos sensibles como tu cuenta corriente o el partido al que votas como para tener que ponerlos en clave, ¿verdad?

La cosa es que en gimnasios y otras instalaciones deportivas en los que hay muchas personas haciendo ejercicio a la vez en poco espacio, los pulsómetros que emiten en abierto se despistan porque los dispositivos cruzan las señales y se genera una especie de torre de Babel soterrada en la que unos terminales dicen “170 pulsaciones y subiendo” y otros tercian  “92 pulsaciones… que este es más vago que la chaqueta de un guardia” mientras que desde el otro lado del espacio aéreo otro dispositivo informa “61 pulsaciones y bajando, porque esta viene a lucir palmito…” y cosas por el estilo.
A algún espabilado fanático de las conversaciones tranquilas y por turnos (que no sería español ni participaría en tertulias de Telecinco) se le ocurrió que lo mejor sería que el chip pectoral emitiera señales codificadas y el terminal de la muñeca (o el panel del aparato del gimnasio sincronizado con él) decodificara esta señal. Así, el que se machaca a 250 pulsaciones tiene la seguridad de que él y sólo él acabará en la UVI esa noche… Pero eso sí­, con total confidencialidad y discreción.