De tribus y jaulas

Antes, en el avión, una pareja española de veintipocos años junto a la que me senté hablaba de lo divino y lo humano con un tono que me pareció propio de quien está por encima del bien y del mal. Tanto el chico como la chica apoyaban sus no-argumentos en una bien nutrida colección de clichés y hablaban con un acento que me sonó barriobajero, pero que quizá no fuera tal. Supuse que lo que ocurría era que durante estos meses el español almacenado en mi memoria se habí­a neutralizado de alguna manera (por hablarlo poco aquí y con personas de distintos acentos y procedencias) y que las desviaciones (un poco de argot, un deje marcadamente madrileño o de una cierta región o grupo de edad) me producí­an extrañeza y rechazo. Rechazo curioso, ya que cuando estoy en España utilizo mucho argot y giros o palabras de tal o cual región porque me parecen muy expresivos o simplemente porque se me pegan. Sin embargo, esta vez me pareció que quienes proferían toda aquella palabrerí­a precocinada, sin saberlo, viví­an encerrados en una jaula muy pequeña cuyos barrotes dorados les gustaba exhibir. Una jaula que no te deja acercarte al mundo con otras palabras que no sean las que te han tocado en suerte en función del lugar donde has nacido, los años que tienes y tu nivel socioeconémico. Una suerte de miopía estilo “País de las Tentaciones”, aquel suplemento para jóvenes “cool” que sacó “El País” hace unos años. Este es nuestro mundo y de aquí­ no salimos. Tampoco pretendas entrar si no eres del club.
(Continuará).