Crowded house

Escribo desde el exilio. Me he tenido que refugiar en mi cuarto. La cocina se ha convertido en un lugar abarrotado en el que la monstruita, su abuela, el productor de televisión, sus electrodos, su enorme cicatriz y las múltiples cosas que han traí­do del Tesco luchaban por un milí­metro de espacio contra F., yo misma y las cosas que he traído de Sainsbury y mi abrigo y mi paraguas, la preocupación de la madre por el hijo, del hijo por su hija, el vestido de los sesenta (naranja, tableado, plasticoso, un espanto en mi opinión) que el padre le ha comprado a la hija en la ciudad donde estuvieron a punto de ingresarle, la tarjeta de cumpleaños también para la niña, el nuevo pelo rubio de la hija y el parecido que le da a su madre, los tomates de la huerta de la vecina que estaban en un cuenco, la planta que F. se ha empeñado en poner en la mesa de la cocina y que no te deja ver la tele y no hace más que estorbar, mis 2×1 bolsas de mandarinas y la manía de F. de guardar los fruteros en lo alto de los armarios (suerte que soy alta), el “¿Alguien quiere un té?” de F. mientras le da al botón de la kettle que está justo donde está el frutero que yo necesito y que está a escasos centí­metros de donde Patrick manipula su comida procesada, han creado una compleja y delirante coreografí­a.

Sólo faltaban los dos huevos duros de los hermanos Marx. Todo obedece a que Patrick ha vuelto a Londres para ver a su médico. Están revisando cómo funciona su “nuevo” corazón, después de la operación que le han hecho por causa de una estenosis auricular (creo: una arteria del corazón es más delgada de lo normal). Parece que tuvo una bajada de tensión muy fuerte, que le dejó sin vista y que le están haciendo pruebas para localizar si es efecto de la medicación (de los betabloqueantes que toma para bajarle la tensión) o del corazón “nuevo”.

Vení­a yo de hacer la compra y me he encontrado a la madre y a Patrick saliendo del coche. Nada más abrir la puerta de casa se ha sumado F. que estaba trabajando en su cuarto. Al poco de llegar todos a la cocina y posar las bolsas sobre la mesa la monstruita ha aparecido. Y en seguida se ha montado lo que he contado más arriba. Supongo que la ascendencia irlandesa de Patrick, la egipcia de F. y el casticismo de mi familia tipo “El castellano viejo” de Larra (es el artí­culo del convite en casa de Braulio, ese en el que al ir a trinchar el pavo sale volando y cosas así) han ayudado a redondear el efecto.

Tanto la abuela como el padre han celebrado mucho el nuevo pelo rubio de la chavala (luego no era peluca, el anterior debí­a ser también natural, pero teñido de un negro azabache) y el padre ha insistido en lo bien estaba hecho que estaba para haberse dado ella misma el tinte (el color está bien, es uniforme, pero en mi opinión le ha quedado pelo de estopa; mucha tele y mucho famoso, pero ni Patrick ni su hija frecuentan la peluquerí­a pija a la que vamos Espe y yo).

He sabido que el novio de la monstruita (el cantante anoréxico en miniatura que en las distancias cortas no es tan miniatura) se llama Rich y que trabaja en Tesco, que la monstruita y yo cumplimos años la misma semana (su padre le ha traído una tarjeta de felicitación) y también he sabido que era mejor dejarles su tiempo para que pusieran en común y comieran y me he retirado a mis aposentos a escribir esta crónica mientras el aroma de lo que se han traí­do del Tesco llena el pasillo, se mete por mi nariz e incrementa más el hambre que ya tení­a.

He pensado que a mí­ en su lugar me gustarí­a que me dejaran con mi familia, dirimiendo mis electrodos, tintes, vestidos, cumpleaños y preocupaciones entre nosotros así­ que así lo estoy haciendo.
En cuanto coman se irán al hospital de nuevo y entonces podré comer y decidir qué cosas congelo de las que he traí­do del súper.

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Este post va dedicado a mi familia, tan cómicamente imbuida del espí­ritu camarote de los hermanos Marx, empezando por mí­ misma.