Mis investigaciones sobre medicinas alternativas y artes marciales orientales me tienen perpleja. He descubierto que mi barrio está alicatado de quiroprácticos, osteópatas, fisioterapeutas y demás terapias más o menos crípticas. También hay unos cuantos sitios de Yoga, Taichi, Chi kung, Pilates. (Se diría que la amoralidad de las series de televisión se está viendo compensada por un interés en las filosofías orientales). Esta proliferación de clases y servicios no se debe sólo a que se trate de terapias y cursos de moda, sino a que hasta ahora no me había fijado. Al volver de Londres me he reafirmado en algo que ya sabía: la cuestión no es tanto que los sitios sean per se interesantes, sino que se trata más bien de la actitud del observador.
En clave más cómica, os diré que de repente el barrio se me ha llenado de clínicas de cirugía estética. A raíz de una de ellas, he tenido mis más y mis menos con un repartidor de folletos que me metía por las narices dos veces al día folletos con títulos como “pechos a la carta” y al lado la lista de precios. La respiración diafragmática que he aprendido a hacer en una sesión bastante cómica que todavía no he contado, distendió mi pecho “a la Elsinora” y me permitió tomarme esta insistencia con cierta calma y descubrir que no era nada personal: el mismo folleto de “pechos a la carta” iba a parar a las manos de cuanto anciano pasaba por allí (el repartidor sabía poco de target y demás sutilezas). Mis intentos de relajación oriental han servido sólo para abrir mis ojos occidentales a la verdad profunda de que su insistencia en hacerme comer el folleto de marras no presuponía indirecta alguna, pero no hay mantra que logre que su insistencia en medio de una calle llena de gente y con prisa deje de irritarme.
La cuestión es que cuando el otro día vi que el repartidor de folletos pretendía endosarme el mismo folleto por tercera vez, le esquivé con un movimiento que pensaba ágil y elegante, pero que no debió ser tal, ya que él me dijo de muy mal talante “no hace falta que corras, que yo no acoso”. No estaba yo muy de acuerdo con esa aseveración y además podría haberle hablado de mi experiencia como repartidora en la capital de La Pérfida, pero llegaba tarde a yoga terapéutico y no tenía ganas de desorganizar mi tercer chacra con una discusión ni revolver mi pasado tranquilo y armonizado hablando de Londres.
La cosa es que con Taichí o sin Taichí el repartidor, que se había hecho fuerte en Cuatro Caminos, me tenía superfichada, y por más que cambiara de abrigo y de gorro siempre que me veía me dedicaba alguna lindeza para castigar mi osadía de no coger su ilustrativo e interesante folleto de cirugía estética. Pensé pasar un día cabeza abajo, en alguna postura invertida de yoga, sólo por ver si de esa guisa me reconocía y me soltaba algún exabrupto. Afortunadamente, el simpático repartidor ha cambiado su lugar de operaciones, o simplemente se le han acabado los folletos.
Continúa aquí