El dí­a D y Elsinora Acoplensis (II)

La cosa prometí­a, aunque hací­a mucho que no hablaba con ninguno de mis compañeros del master y hasta donde yo sé ninguno de ellos es la alegrí­a de la huerta y un par de ellos trabajan.

Entré en el pub, di una vuelta y ni rastro de ningún compañero. Eran las cinco y cinco (no hagáis bromas, que os veo venir). Pensé que mis aburridos compañeros habrían entregado a las 12 y a las doce y media habrí­an abandonado el pub. Había un grupo de jóvenes en torno a una mesa y dos de ellos hablaban en español. Volví a mirar atentamente por si me habí­a despistado algún rincón, pero nada. Decidí­ que me tomarí­a una media pinta y que quién dijo miedo. Pagué la cerveza y como quien no quiere la cosa me acoplé a los dos que hablaban en español. Hola, ¿os importa que me sume a vosotros? Os he oí­do hablar en español y como tengo mono. Y claro, no les importaba. No tengo ningún mono de hablar español, pero algo habí­a que decir. Andaban hablando de la mar y los peces como sólo universitarios hispanos lo pueden hacer.

Eran alumnos de mi facultad, de Sociología, que habí­an entregado su tesina hací­a un rato. Uno era de Barcelona y otro peruano. Muy simpáticos, aunque cuando estábamos en lo mejor de la conversación se levantaron para salir a fumar, y el catalán me dijo: ¿española y no fumas?, hay que ver; hay que reivindicar el fumar, mujer. Mi no entender, pero no le dije nada, porque el estatus de los acoplados es delicado. Podría haber salido con ellos, porque además hací­a muy buena temperatura, pero preferí­ no hacerlo.

Oportunamente apareció desde algún lado un chico del grupo, que se sentó frente a mí­ y decidí­ darle palique. Luego llegó otro, un especimen en toda regla: con cara de pollo, y aspecto de haberse rebozado la cara con corticoides desde pequeño, porque tenía el tí­pico cutis hiperliso de color plasticoso, que te miraba a los ojos con una mirada extraña, pero cordial. Vamos, como un personaje de Trainspotting pero ligeramente amanerado. El especimen reaccionaba vivamente a algunas partes de nuestra conversación hasta que en un momento dado se sumó directamente. El especimen y el otro chico eran también alumnos del máster de sociologí­a. El otro chico era alemán, y llevaba cuatro años en Londres. El especi­men era de Chester, al noroeste de Inglaterra. Supe que el pollo con cara de pollo comía mucho pollo y se sentí­a culpable por ello (andaban contando un documental sobre las atrocidades que les hacen a los pollos en Reino Unido).

Estuvimos charlando de esto y de aquello. Me terminé mi media pinta, fui a por otra y decidí­ que necesitaba algo sólido para empapar. Pedí­ una cosa que parecí­a una especie de gusanitos integrales, cuando en realidad eran unos lazos de trigo integral rebozados en “marmite”, la salsa tí­pica australiana que o la amas o la odias. Un snack de importación, recién traído de Australia. Yo no habí­a probado el marmite porque todo en él me parecía lo bastante disuasorio para no comprarlo y porque no habí­a tenido oportunidad de probarlo en ningún lado. La cosa es que aquella historia no estaba exactamente buena, pero sentaba bien y resultaba adictiva. Ofrecí­ a la concurrencia y sólo se atrevió con ello el pollo, al decirle yo que se suponí­a que era integral y saludable. No volvió a coger ninguno más y fue él quien me explicó que llevaba marmite (en la bolsa no poní­a nada de marmite) .
En fin, no me voy a extender mucho más sobre esto -hoy sábado estoy realmente molida- pero la cosa es que estuve con ellos como tres horas, jugué una partida de billar (el pollo, que juega muy bien, me ganó y además me estuvo dando consejos sobre cómo tirar; decí­an que era billar inglés pero era como el americano, pero con bolas de dos colores y sin números), una de las chavalas me anotó su email para que vaya a una exposición el jueves que viene y otra chavala me insistí­a para que me quedara. Apenas había hablado con ella, pero era del tipo de las que nunca se quiere de los sitios y andaba haciendo su campaña. La comprendí­ perfectamente porque yo soy de ese tipo, pero estaba demasiado cansada para quedarme indefinidamente entre desconocidos, por más simpáticos que fueran. Un grupo bastante más divertido que el de mi clase, la verdad.

Elsinora Acoplensis (por aquello del acoplarse) salió del pub a eso de las ocho y algo, bastante cansada pero contenta (por haber terminado la tesina y por haberse atrevido a acoplarse con elegancia) y obsesionada con que querí­a una hamburguesa (quizá efecto secundario de la salsa marmite, quién sabe). Por el camino me la compré y me la cené tranquilamente en casa. De repente sonó el teléfono. Eran mis padres para saber qué tal la tesina. Qué monos.

Tarde libre

El martes pasado, tras la larga tutorí­a a dos bandas y el reencuentro con amigos y conocidos de paí­ses diversos (mayorí­a de chilenos) en la facultad y la charla modernista (Joyce vs Virginia Woolf) con mi amiga de Taiwán en el café regentado por turcos (ya se sabe, caminar por Londres es como caminar por la ONU), decidí­ que necesitaba tomarme la tarde libre porque estaba agotada y que de esa manera el dí­a siguiente retomarí­a la tarea con más entusiasmo (quality time, llaman por aquí­ al uso selectivo del tiempo) y me serí­a más fácil seguir las nuevas lí­neas de investigación que me habí­an propuesto.

Como se trataba de coger fuerzas y reorientarse, pensé que lo mejor empezar por el principio e irse al kilómetro cero. No de España, sino del mundo mundial. Aquí­ en La Pérfida hacemos las cosas a lo grande, puestos a ser imperio, seamos el ombligo del imperio hasta en el sentido geométrico. La cosa es que el meridiano de Greenwich está lógicamente en Greenwich (pronunciado grí­nich y no de la fantasmagórica manera en que lo solemos hacer en España), sureste de Londres, sureste de Inglaterra, a la vera del Támesis. Y sucede que tanto mi facultad como mi casa quedan cerca de tal zona. Así­ que decidí­ ir a Greenwich en autobús, con idea de darme un paseo y ver una pelí­cula, ya que en los cines de allí­ suelen poner buenas pelis. Una comedia, preferiblemente.

La cosa es que Greenwich estaba de obras y el bus cambió su recorrido habitual, con lo cual me pasé de parada y decidí­ seguir en plan aventura a ver dónde me llevaba. Es la tí­pica cosa que uno siempre ha querido hacer y pocas veces se ha atrevido o ha tenido oportunidad: subirte a un bus a la aventura, y bajarte en la última parada sin tener ni idea de dónde es. Me pareció que el plan cuadraba para mis objetivos: dejarse llevar por un bus mientras observas el paisaje desde el segundo piso de un double decker bus londinense es una forma original de pasar la tarde y exige poca o ninguna concentración o esfuerzo fí­sico, cosas de las que andaba bastante escasa en ese momento.

Lo que por supuesto yo no sabí­a es que el recorrido de aquel bus, el 177, te lleva casi hasta el fin del mundo. No puedo detenerme mucho en la flora y fauna del autobús y los alrededores, pero en resumen diré que vi ejemplares humanos nada frecuentes en mi vecindario o en el centro de Londres, además de zonas muy distintas. El viaje mereció la pena, sobre todo porque puso las cosas en perspectiva. Aguanté hasta el final del recorrido como me habí­a propuesto y me bajé. Crucé la calle y me puse a esperar el autobús de vuelta en medio de un lugar completamente desconocido para mí­. La zona era vagamente residencial y habí­a un centro deportivo con piscina cubierta. El ratio de bebés y niños por metro cuadrado era alto. Surgieron nubes grises aquí­ y allá. La temperatura bajó unos cuantos grados. Decidí­ ponerme una capa más de las que traí­a conmigo “just in case”. Afortunadamente aún quedaban unas cuantas horas de luz.

El bus tardó en llegar, porque se ve que el que me habí­a traí­do terminaba turno o descansaba (no me extraña, con tamaño itinerario). Me bajé en Greenwich, en el lugar correcto esta vez a pesar de las obras, que no era otro que junto al Greenwich Picture House, un cine multisalas. Harry Potter sólo tení­a sesión a la 1 de la tarde (aunque además no me pareció que fuera lo más relajado meterse esa sobredosis de personajes desconocidos; sólo he visto la primera peli) pero el pase de Los Simpson era una hora y media después. Saqué la entrada y me puse a pasear para matar el tiempo (la mera idea de matar el tiempo me parecí­a un lujo, en medio de una época de estrés; un lujo casi extravagante, debo decir; se ve que he perdido la costumbre).

Terminé metiéndome en el Café Rouge, un café restaurante francés bien mono, con balconada circular, al que le tení­a ganas, francófila como soy, para tomar un café y unas notas, en plan parisina bohemia. La idea original era comer palomitas mientras veí­a los Simpson, emulando las costumbres de los personajes (lo de comprar un donuts rosa me pareció demasiada complicación y demasiadas calorí­as) y además cenar en un sitio como ése debí­a ser muy caro… La cosa es que me trajo la carta un camarero francés bastante guapo y simpático (en eso los camareros del Rouge no parecen franceses: ni un gramo de displicencia) una ensalada con queso roquefort me llamó poderosamente la atención. Decidí­ que un dí­a era un dí­a y que cenarí­a tranquilamente en el Café Rouge y que pasando de palomitas.

La cena me supo estupenda y resultó que Alex -que así­ se llamaba el camarero guapetón- sabí­a español.

La peli de Los Simpson, sin ser nada del otro jueves, tiene gracia, especialmente para una tarde como la mí­a. Y también es curioso verla en inglés y sin subtí­tulos. Una chavala que tení­a delante se carcajeaba todo el tiempo, por cierto. Uno de los momentos mejores es una escena entre Schwazeneger (como quiera que se escriba) y su asesor. Este le da cinco posibles planes para atajar el problema ecológico en Springfield y el ex actor se empeña en que antes de elegir uno los debe leer todos. El asesor le dice “en el mundo de hoy el conocimiento está muy sobrevalorado”. Y finalmente Schwazeneger opta por el plan más salvaje, sin haber leí­do ninguno de ellos. Con esto no estropeo la peli, porque queda mucho por descubrir.

Volví­ a coger el 177 de vuelta a la zona de mi facultad y desde allí­ volví­ a casa caminando a buen paso, que el relajo no quita lo saludable y habí­a que bajar la ensalada de pollo, bacon y roquefort.

Y sí­, efectivamente, dormí­ estupendamente y al dí­a siguiente estaba de buen humor y motivada. Pero de eso ya hace muchooooo…

La estatua de sal cumple cuarenta años

Ayer acudí­ a una barbacoa “next door”, organizada para celebrar los cuarenta años de Helen, vecina de F. y por tanto mí­a, que mi casera y flatmate suele invitar a casa a tomar el té dí­a sí­ y dí­a no cuando toca. Aparece con su niño, un bebé mulato de un año, tranquilo y grandón, con unas pestañas rizadas muy monas y cara de no ser muy inteligente, aunque quizá se trate sólo de que al parecer mayor que su edad uno espera que esté más espabilado de lo que le corresponde. Yo suelo hacerle carantoñas al nene y me contengo las ganas de hacérselas a la madre a ver si se espabila...

Bauticé a Helen “estatua de sal” porque habitualmente llega, entrega su hijo a F., se sienta en una silla de la cocina y no se mueve (ni siquiera para dejarme acceder a los armarios para coger una taza). Sé que vive porque contesta a las preguntas de F. con una voz dulce y bien articulada (y un acento estupendo) pero más allá de eso es difí­cil localizar signos de vitalidad o de estados de ánimo en esta esta inglesa pelirroja y entrada en carnes. A pesar de su composición, la estatua de sal es una mujer bastante sosa.

Que sea sosa no significa que no tenga iniciativa. Resulta que a su actual marido o pareja (ignoro si están casados o no) lo conoció por Internet. Él se llama Michael y es un británico originario de las Indias Occidentales, de raza negra y amante de las motos. Un tipo cordial y “decent” según F. (tiene toda la pinta: yo no lo conozco lo suficiente).

Helen cumplió cuarenta el pasado viernes y organizó una barbacoa para celebrarlo el sábado. Citó a la gente a partir de las 3 de la tarde pero yo me presenté a las 6 en su jardí­n trasero, que está a pocos metros del nuestro, pero es más grande y más “mono”.

La primera parte estaba tomada por parejas treintaañeras con niños y en la parte del fondo vi a F. Llevábamos dulces variados, una botella de vino espumoso y una bonita tarjeta de felicitación. F. le habí­a comprado también un espejo “vintage” que al parecer le gustó. Habí­a como dos grupos de invitados fundamentales: la familia de Michael (él tiene cuatro hermanos, que vinieron con su familia y su prole) y los compañeros de trabajo de Helen. Los primeros eran matrimonios mixtos (West Indies + blanco británico) salvo un caso y entre los segundos lo más habitual era británico blanco salvo el caso de Angela, que parecí­a ser hija de progenitor árabe, pero era inglesa y hablaba muy bajo. Los compañeros de trabajo de Helen eran informáticos en su mayorí­a, diseñadores de software, asesores de pequeñas y medianas empresas y cosas por el estilo. También habí­a compañeros de Helen de su trabajo previo, estos más jóvenes. En total serí­amos unos treinta.

Habí­a una chavala rubia a la que no tení­a muy localizada. Supe quién era cuando F. me la presentó al final de la noche como subterfugio para conseguir que ella repitiera su nombre, que F. habí­a olvidado. Resultó que Carole, galesa del norte, viví­a en el piso de Helen. Habí­a compartido piso con ella desde hace un par de años y cuando Helen conoció a Michael a través de Internet y la cosa fraguó, Carole decidió quedarse en su habitación, a pesar de que Michael se mudara a vivir con Helen. Después llegarí­a el planeadí­simo embarazo y el nacimiento de Gabriel y creo que la que se quedó de piedra con todo este proceso fue Carole (o al menos así­ me habrí­a quedado yo).

Lo pasamos bien. Estuvimos hablando de cosas diversas, idiomas, nacionalismo, viajes, ambiente vecinal en distintas zonas de Londres (todos estaban de acuerdo en que mi zona es especialmente cordial y amigable), los diseños web de F. para el Stock Exchange de Londres (la Bolsa) y tomando pollo, mazorcas y hamburguesas.

A última hora se puso a llover y tuvimos que emigrar al interior. Estuvimos charlando en la cocina hasta cerca de las 12 de la noche. Como vecinas que somos, nos retiramos las últimas. Qué cómodo es tener la fiesta a veinte metros de tu casa…

Longitud de onda

Anoche celebré mi cumpleaños. Por supuesto fue “indoors” ya que donde hay patrón (bloody English weather) no manda marinero, por más que sea un marinero que entra en la edad adulta, como es mi caso. Vinieron viejos y nuevos amigos, y estuvo también la sin par F. mi “flatmate” y casera, que pertenece al primer grupo, ya que llevamos viviendo juntas año y medio y congeniamos desde el principio.

Hubo mayorí­a de españoles, una japonesa, una vietnamita y la propia F., que es sueca aunque su padre es egipcio. Lo pasamos bien, creo, porque hubo buena conversación, muchas risas y buena músi… iba a decir buena música pero a lo mejor hay un par de personas que no están de acuerdo (pinchaba yo :-))) y un par de veces me sacaron el pañuelo verde como en los toros: una con Marí­a Jiménez por Sabina (devolvimos al toro al chiquero) y otra con Paulina Rubio (aquí­ insistí­ en que le dieran unos pasecitos “for the sake of my birthday”… se ve que mi ascendente Leo se impuso, además de que el asiento crí­tico (o criticón) lo ocupaba una amiga del instituto de la que os hablé en el primer artí­culo y ya se sabe que donde hay confianza…; a cambio eligió ella la siguiente canción).

Preparé un chicken tikka massala con papadums (comprados), arroz basmati (no salió demasiado bien por las prisas), ensalada (que hizo F. porque yo estaba agotada) y dos tortillas de patatas, una de ellas con pimiento rojo. Puse también unas rodajitas de fuet que habí­a traí­do de España. No conseguí­ encontrar tarta, así­ que compré helados, que gustaron más que una tarta, a juzgar por los comentarios (otro año a lo mejor me animo a hacerla yo).

Tuve mis regalos (libros, un bolso, flores, acompañados de tarjetas; F. me habí­a invitado a cenar el lunes) y sobre todo tuve la sensación de que a pesar de lo diferentes que puedan ser nuestros backgrounds o que en algunos casos nos conozcamos desde hace muy poco (a Ignacio por ejemplo lo conocí­ in situ… aunque ya le conociera virtualmente: es el bloguero de Crónicas de Londres; andaba por allí­ también Sirventés) formábamos un núcleo de intereses comunes o de partí­culas que emití­an en la misma longitud de onda y eso es un fenómeno difí­cil de conseguir cuando uno está fuera de su ambiente (es relativamente fácil encontrar pares, pero lograr que un grupo de pares recí­procos y grupales coincidan en el espacio-tiempo es más complicado).

Hubo algunas ausencias: una amiga regresó agotada de un congreso de literatura pero me hizo prometer que lo celebrarí­a con ella otro dí­a, Jacob mi ex compañero de piso polaco tení­a otro cumpleaños (propuso verme hoy “instead”), una amiga griega celebraba la lectura de su tesis y su cumpleaños por anticipado (quedaremos para celebrar nuestras buenas nuevas otro día), dos compañeras inglesas del máster no pudieron venir, Guille no debió de ver mis mensajes a tiempo, mi ex-compañera griega del máster del año pasado finalmente no se presentó, un amigo francés tampoco pudo acudir y Clair, la amiga de F, que ya no vive en Londres, dijo que vendrí­a pero al final no vino.

La verdad es que de haber venido todos hubiéramos tenido problemas logísticos y sobre todo yo habrí­a acabado muy estresada supervisando que todo el mundo tuviera de todo (soy así­ de madre agobiosa, qué le vamos a hacer). La cosa es que lo pasamos bien, y que ya habrá ocasión de ver a los que no pudieron venir, porque mi vida carapantallil termina hoy o todo lo más mañana.

Sé que el final de la tiraní­a de las teclas no me va a quitar mi condición de muñeca de Famosa inmediatamente, pero estoy segura de que tanto mi calidad de vida como mi ocio se verán beneficiados. Cuidado, mundo exterior, voy despantallada y soy peligrosa ;-)))

Pelí­n disappointing but nice all the same o en busca de la tarta perdida

Como os conté, pensaba vencer a la alta alta pluviosidad (?)  y lanzarme a comprar una tarta de chocolate del Sainsbury’s, siguiendo una tradición iniciada el año pasado, momento en que hice, o más bien me hicieron (F. y su amiga Claire; de Claire no os he hablado, pero lo haré), una pequeña fiesta para celebrar que habí­a terminado mi primer año del máster. El año pasado me agobié un poco con la segunda tesina, puse muchas horas y mucho esfuerzo en analizar las novelas posmodernas de Rushdie y Angela Carter y demás, y F. andaba en igual proporción admirada y preocupada por tal intensidad y entrega. Cada cierto tiempo me preguntaba cuándo terminaba e insistí­a en que habí­a que celebrarlo llegado el momento, además de proponerme salir dí­a y sí­ y dí­a o no, a la piscina, a dar una vuelta o a cualquier cosa.

Volviendo la vista atrás me llama la atención que me requiriera tanto esfuerzo sólo escribir el essay, cuando este año he escrito igualmente el essay y carapantalleado muchí­simas horas en mi curro freelance y sobrevivido al intento, pero en fin, está claro que el inglés mejora con el tiempo, que uno aprende la mecánica de los essay y de las clases y que determinadas personas parece que no tuviéramos medida con los trabajos intelectuales (hola, me llamo Elsinora y soy adicta a pensar e investigar), pero en fin, eso es materia para otro post.

La cosa es que el año pasado celebramos el fin del encierro con una cena a cuenta del dúo F./Claire (me deleitaron con pechugas de pollo al horno con lima y cilantro… very tasty, y una ensalada) y se me ocurrió comprar una tarta de chocolate para que también la neozelandesa y Alberto participaran de mi celebración (creo recordar que por entonces no estaba el polaco aún viviendo con nosotros). Así­ que yo esta vez querí­a mi tarta de chocolate, independientemente de que saliéramos a cenar F y yo: Alberto no se iba a sumar a la cena, pero a la tarta seguramente sí­ y además es una ocasión perfecta para saltarme la restricción de dulces que estoy practicando últimamente. La cosa es que a media tarde he recibido un encargo urgente de trabajo y me he puesto con él, maldiciendo mi suerte porque era un encargo complicado y amenazaba con cargarse mis planes de celebración.

Habí­amos planeado una cena breve, en algún restaurante del barrio, F. y yo, para que el dí­a en sí­ tuviera algún significado y no quedara todo pospuesto para el sábado. La cosa es que me entró el agobio y justo antes de ponerme el equipo antidiluvio (botas goretex, paraguas etc) le dije a F. que veí­a difí­cil lo de la cena “under the new circumstances” (un “deadline” inesperado) y demás. Me dijo que fuera como fuese tení­a que cenar y cocinar y que era mi cumpleaños y que tal y cual. Le contesté que iba a comprar la tarta (qué menos que una tarta cuando cumples 35) y que a la vuelta le dirí­a.

Me sentí­a bastante audaz por el hecho de salir al diluvio londinense en medio de un pico de trabajo. Ya me imaginaba yendo en pos de las espinacas de Popeye o la poción mágica de Astérix. Apreté el paso, convertida en una Indiana Jones al estilo de La Pérfida. Mi gozo en un pozo. Mucho “dí­a más húmedo de los últimos cincuenta años” y mucha bota aislante, pero en mi zona no lloví­a apenas. Chispeaba. La tarde era agradable, incluso (bajo mi abrigo peludo, eso sí­). En el Sainsbury’s Local al que voy no habí­a tarta por ningún lado, ni helada, ni Comtessa ni nada que se le pareciera, salvo raciones individuales, y claro, ése no es el espí­ritu de una tarta de cumpleaños. No podí­a permitirme más excursiones en busca de la tarta perdida porque tení­a trabajo esperando así­ que compré cuatro muffins de chocolate con avellanas y una caja de trozos de brownie y dos botellas de cocacola naranja (no era buena cosa tomar nada con alcohol teniendo una noche de curro por delante y a F. le encanta la Cocacola, la considera un “treat”, un lujo o un capricho, así­ que me hizo gracia la idea de brindar con Cocacola servida en una botella naranja en lugar de con champán, que por otra parte no me gusta demasiado) pensando que era una nueva edición de la cocacola de siempre (ha habido varias). Por supuesto me equivocaba. Una vez en casa comprobé que eran Cocacolas con naranja. No las he probado, pero me da un cierto repelús, la verdad. Ya os contaré. Eso sí­, las botellas son muy monas.

A todo esto mi móvil inglés empezó a sonar pero se cortaba. Era alguien desde España porque se veí­a el prefijo 34. Pasó unas tres veces. Me dio por pensar que a lo mejor es que me habí­a quedado sin saldo y que en el caso de que así­ fuera mis padres se iban a preocupar si me llamaban a casa mientras estaba cenando fuera y no cogí­a, y luego no contestaba en el móvil. Decidí­ salir a cargar el saldo. Y por supuesto en la tienda habí­a cola y después la tarjeta de mi móvil fallaba y no se podí­a cargar. Cuando el pakistaní­ estrábico me estaba explicando que la alternativa era no sé qué del “voucher” y el número y Cristo que lo fundó, le debí­ poner cara de pena (porque no era para menos) y lo intentó una tercera vez, a pesar de la cola que se estaba formando detrás de mí­. A la tercera funcionó, con otra misteriosa llamada entre tanto y regresé a casa con la peor disposición para afrontar un dí­a de cumpleaños convertido en un maratón de curro. Volví­a pues pensando que necesitaba hacer una parada y cenar fuera siquiera brevemente y entonces F. se ofreció a encargar un Take away para que yo no perdiera tiempo cenando fuera. Parecí­amos una pareja de serie televisiva, por la falta de sincroní­a. Le dije que preferí­a salir y consideramos las ofertas cercanas: un sitio de tapas nuevo, un italiano y el indio que hay en frente y que según F. es el mejor indio del South East London, afirmación que no sé si es cierta, pero el Babour, con su  decoración minimalista minimalista y su pantera en el techo de la fachada siempre está lleno.

Me decanté lógicamente por la última opción: yo elegí­a y F. me invitaba. Insistí­ en que no era necesario que pagara pero ella insistió en que estaba muy feliz de hacerlo porque no habí­a tenido oportunidad de comprarme nada y tal y cual.

La cena estuvo muy bien (me dio una tarjeta de felicitación… ¡cómo me gusta esta costumbre inglesa de las tarjetas!) y luego tomamos algo en el pub de al lado de casa. Eso sí­, yo me volví­ antes que F., la dejé apurando la cerveza y la noche. Me tocará levantarme muuuuy pronto mañana para terminar el curro, pero creo que era la mejor opción porque es necesario parar un poco y coger aire. No se hace adulto uno todos los dí­as, 😉 ¿no?

(Pues eso, dejo esto publicadito ya porque mañana tocará curro y sólo curro. Sed buenos. A mí­ no me queda más remedio ;-))); y una nota para los más observadores, es curioso cómo cuando escribo después de hablar mucho rato en inglés me resulta imposible que no se me cuelen frases o palabras en inglés; de ahí­ el tí­tulo mixto y cosas parecidas).