Houston, tenemos un problema

Le habí­a dado al botón rojo, único botón del invento. Pero aquello no soltaba mi tarjeta. Maldije mi poca agilidad al no observar lo que habí­a hecho la señora de antes, una mujer que parecí­a tener todas las claves, desafiar la lógica de los mapas y la lógica de la tecnologí­a defectuosa.

Miré el cacharro por detrás, pero sólo tení­a unos cables polvorientos, no habí­a ningún botón alternativo. Probé con los botones de la fotocopiadora sin mucha esperanza. La C roja seguro que era para borrar o anular como en todas las calculadoras y demás. Nada. ¿Qué tal el botón amarillo? Y, veamos, ¿qué puede significar esta flechita? Trasteaba sin mucha esperanza porque estaba claro que la fotocopiadora no tení­a nada que ver con aquello.

Refrené mi afán cientí­fico y detuve mi proceso de ensayo/error, temerosa de cargarme el invento. A mi tarjeta le quedaban 25 créditos, algo más de la tercera parte de las 5 libras (7 euros y medio). Me quedé mirando el dispositivo demoní­aco y alternativamente el cartel de la extensión telefónica. Ni rastro del personal circulante. Tampoco habí­a rastro de la señora desafiadora de lógicas varias. Aún hoy, tras unos meses en Londres, hablar por teléfono en inglés con desconocidos no es algo que me apasione, pero quizá por efecto del libro que había leído sobre los “procrastinator” (quiens posponen sus tareas) o por simple sentido común, me decidí­ a llamar al misterioso número.

Conté la pelí­cula con bastante facilidad: “estoy en la quinta planta, en la fotocopiadora, la máquina se ha tragado mi tarjeta”. Parece fácil, pero con los nervios y cuando un@ tiene talento natural para la comedia involuntaria, lo más probable es que un@ obvie la planta o se enrede en detalles que no valen para nada, por ejemplo “estoy en la quinta planta y me gusta el “fish & chips” y que entonces el interlocutor quiera saber la información que le falta y te pregunte algo (¿con mayonesa o con ketchup?) y puede suceder que, con los nervios, (no va a ser siempre un@; ¡confiesa, a ti también te pasa a veces! Y, si no, deberí­as probarlo; es divertido equivocarse de vez en cuando) no le entiendas (¿a qué viene eso de mayonesa o ketchup? Llamo para lo de la fotocopiadora, no por las empanadillas de Encarna).

Pero en fin, esta vez Elsinora se ha portado bien y la chica del otro lado ha asegurado que alguien vendrí­a (¿con mayonesa o con ketchup?). Al poco rato -paseos impacientes mientras me preguntaba si deberí­a volver a la mesa o a los ordenadores y seguir buscando mientras o quedarme ahí­- se abrió el ascensor y salió “el técnico”, un hombre de treinta muchos, alto y fuerte, con aspecto de pakistaní­ o indio. El así­ llamado técnico escuchó mi explicación, dijo “no parece grave”.

Cogió un papel de la papelera, lo dobló sobre sí­ mismo y lo metió en la ranura. La tarjeta salió. Le di las gracias y volví­ a mi cubí­culo y a mis investigaciones, pensando por el camino -y sin que esta actividad extra me desviara de mi ruta de regreso- que menudo desperdicio era hacer un Máster de Literatura cuando uno podí­a ganarse la vida como técnico doblando papelitos en tres.
De nuevo los libros más interesantes o estaban prestados hasta después de Semana Santa o eran sólo de referencia, así­ que me tocó una nueva visita a la fotocopiadora. Dudé si volver a usar la misma, temiendo que se volviera a quedar con la tarjeta, pero vi nuevos folios en la parte de reciclado, por lo que deduje que alguien más habí­a estado fotocopiando con éxito y que la cosa marchaba.

Puse el libro sobre la máquina, metí­ la tarjeta y vi con horror que la pantallita decí­a O créditos. ¡El amable pakistaní­ habí­a liberado la tarjeta a costa de resetear la máquina! Ya me parecí­a a mí­ que lo del papelito no era precisamente tecnología punta. Mis veinticinco créditos a la basura. Y lo peor era que no tení­a más billetes para meter en la máquina y la máquina pasaba de vulgares monedas. Nueva llamada, nueva interlocutora, con lo cual tuve que explicar toda la pelí­cula desde el principio y olvidé decir dónde estaba, pero eso sí­, habí­a decidido que con ketchup, que preferí­a las chips con ketchup, comentario que la interlocutora por algún motivo se empeñaba en pasar por alto todo el tiempo derivando la conversación siempre a la fotocopiadora. Qué obsesión con la fotocopiadora, con el hambre que tení­a yo tras tanta lucha contra la tecnologí­a y tanto buscar libros. El saber no ocupa lugar, pero hay que ver lo que cansa y las libras que se lleva por delante.

[Esta entrada viene de Biblioteca de Babel en el corazón de Londres]

Biblioteca de Babel en el corazón de Londres

Una vez en Senate House, una biblioteca gigante de la University of London situada en pleno barrio de Bloomsbury a la que está asociado mi college, no sabí­a muy bien por dónde entrar.

Senate House de Londres

El ascensor no llegaba más allá de la cuarta planta, aunque yo tenía muy claro -lo único quizá- que mis libros estaban en la quinta planta o eso decí­a la web. Pensando que quizá habí­a cogido el ascensor de los pares (even numbers) bajé resignada para comprobar que un torniquete me impedí­a entrar en el garito y que por supuesto no había ninguna escalera a la vista.

Fui hasta el mostrador y, decidida a no dejarme achantar por las circunstancias adversas, le conté mi vida al primero que vi, que resultó ser un vigilante. Me dijo, it’s OK, tu facultad tiene un acuerdo con la nuestra. “You know what I mean? (el tipo tenía pinta de rapper: dígase la frase you know what I mean subiendo y bajando los brazos). Vete a hablar con el otro, que te hará un carnet y podrás entrar”. Así sea, dijo para cerrar su profecí­a. Consciente de que las profecí­as suelen contener pruebas para el sujeto que está en medio de ellas, me acerqué con miedo al otro extremo del mostrador, pensando en si me pedirí­an alguna factura del gas como prueba de residencia (como no tienen DNI, en Inglaterra te piden la factura del gas o de la electricidad para hacerte socio de un video-club o de la biblioteca de tu barrio) y probablemente una foto carnet. Factura que por supuesto no tení­a porque comparto piso y las facturas no están a mi nombre.

La profecí­a del rapero se cumplió sin efectos secundarios: él habí­a dicho “así sea” y así fue. Ya tenía mi tarjeta, eso sí con un nombre que vagamente se parecía al mío. Ahora tenía que franquear el torniquete y no habí­a ranura por la que pasar mi tarjeta, pero incluso a la prima de Míster Bean le resultó fácil deducir que habí­a que posar la parte con el código de barras sobre el cristal. Funcionó.

El interior era una especie de Ateneo de Madrid polvoriento, plagado de libros y muebles antiguos y con pocas mesas. La estructura era laberí­ntica, con escaleras que sólo te permitían subir a un piso, con lo que luego tení­as que recorrer el otro para encontrar las escaleras que te llevaran al siguiente.

Senate House Library

Lo “mejor”, sin embargo, era la signatura de los libros. Acostumbrada a la típica clasificación decimal (¿Dewey?) de los “802” tal y tal, aquella sucesión de todas las letras del alfabeto XPUY3321BE777Cos (exagero, pero no mucho) sin aparente patrón (a veces los últimos signos eran tres letras, a veces no; ¡con lo que facilita buscar sólo el final de la signatura una vez localizado el estante correcto!) aquello parecía un jeroglífico, sobre todo porque la disposición de los estantes tampoco era muy clara. Eso sí­, refrescaba mucho tu conocimiento alfabético. ¿La W va antes o después de la T? Otra cosa peculiar eran las mesas incrustadas entre ventanas.

Me pareció un lugar curioso, como kafkiano. Buscando un libro de Rushdie estuve a punto de perderme en la parte de los Periodicals, con esas escaleras de Escher, y sin un alma, porque faltaba poco para cerrar. Mi ¿libro? (figuraba como libro pero tení­a signatura de publicación periódica) era un PR, pero tras recorrer la sala vi que toda ella estaba destinada a los PS y no a los PR. Aquello más que un PR parecía un E(xpediente) X. Y las pantallas de ordenador para las búsquedas, sin luz, con la pantalla pringosa. Todo de lo más Ministerio de la Verdad de “1984” (aunque no vi los tubos por ninguna parte)…

Tras numerosas pesquisas y descartes, localicé unos tres libros, con tan mala suerte que dos eran de referencia, o sea que no se podí­an sacar. Lo que nos lleva derechitos al asunto fotocopiadora, asunto del que hablaremos en el próximo post: Houston tenemos un problema, en el que os cuento cómo estuve fotocopiando en el laberinto.

[Para saber más sobre Senate House haz clic aquí; web de la Senate House Library aquí]

El verdadero esperanto

Estoy en la biblioteca buscando un libro que se me resiste. Lo tuve que devolver sin haberlo terminado de leer “era un libro de préstamo corto, aquí tienen al menos tres variedades de préstamo- y ahora no lo encuentro. Llevo viniendo a esta biblioteca varios días y la conozco medianamente, sé en qué se parece y en qué se diferencia de la de Ciencias de la Información de Madrid, por ejemplo. O de la biblioteca pública de mi barrio. Sé dónde están los ordenadores para hacer las búsquedas. Sé dónde está el baño. Dónde puedo usar el móvil y dónde no. Sé que las sillas son bastante incómodas y que es importante ponerte debajo de un fluorescente, porque están dispuestos de forma diagonal a las mesas y es fácil que te toque un lugar sin luz (en Inglaterra, en general, me parece que las cosas están mal iluminadas, será manía de persona de país soleado¦ o manía de lectora que necesita buena luz). Sé que está prohibido comer y beber pero que casi todo el mundo saca su botellita de agua (sólo de agua) y la va bebiendo despacio, con cuidado de no derramar nada, y sin hacer ostentación. Sé que algunos se quitan los zapatos y que otros estudian con abrigo y bufanda porque realmente hace bastante frío a pesar de un engañoso termómetro que marca 22ºC. Y sé que algunos creen en la temperatura de ese termómetro o que de algún modo la sienten, porque estudian en camiseta.
Me dirijo hacia la estantería de la crítica literaria, la zona de los 801. Una vez, allí oigo y veo a un chico y una chica que tontean a metro y medio de mí. Es casi una escena de Woody Allen, o de cualquier cineasta de cualquier país o de cualquier año en cualquier biblioteca universitaria. Hablan bajo, pero no lo suficiente, se ríen por todo y por nada, saben que deberían estudiar pero lo que les pide el cuerpo no es precisamente estudiar. Una escena visual en Inglaterra te produce siempre una sensación extraña, porque de repente dominas todo el código, todo es igual, tu complicidad con la escena es máxima. Te adueñas del espacio. Sabes qué ocurre, qué ha ocurrido y previsiblemente qué va a pasar. Te sientes adulto y sabio (el adulto básicamente es el que puede prever en función de su experiencia) y de algún modo te gustaría participar en la escena. Aprovechar tu conocimiento respecto de lo que ocurre. Decirles algo, siquiera en inglés, que haga patente que tú estás ahí, que esta vez sí sabes lo que pasa, que te parece muy bien, que te sumas a ellos, que tú también has hecho algo parecido. Pero entonces ya han pasado los tres minutos que estas cosas suelen durar en una biblioteca tipo y se van hacia unas mesas o hacia la salida y se hace el silencio y tú vuelves a estar en la biblioteca de una universidad de Londres, en medio de un montón de libros en inglés. Sin complicidad ni chispa a la vista. Sólo la fila de los lomos con el 801 anotado, más o menos estropeados. Y ninguno es el tuyo.

La visita de Satán

Ayer mi pereza se vio desalojada del salón por una criatura de unos diez centí­metros y color marrón. Vi un cuerpecillo alargado y con cola debajo de una mesita que tenemos en el living, en la parte que da al jardí­n frontal. Cogí­ mis móviles, mis libros y mi plato vací­o y cerré la puerta, abandonando a su suerte el portátil (y la tele y el equipo de música… pero era una emergencia).

Me refugié en el resto de la casa, pasillo abajo (como en “Casa tomada” de Cortázar) y me acometió una furia limpiadora que dejó el suelo de la cocina como los chorros del oro y mis brazos y espalda un poco hechos polvo. ¡Lo que fuera para evitar visitas semejantes en el futuro o al menos hacer nuestra casa menos apetecible como destino!

Mientras pasaba enérgicamente la mopa arriba y abajo por la cocina (no es una fregona, sino una mopa de esponja), imaginaba al ratón comiéndose el cable de mi portátil… Porque además el visitante inesperado tuvo a bien presentarse justo un finde en que estoy sola en casa. Sola en medio de la noche con un monstruo de humm, 10 cm de largo y pocos gramos de peso, pero monstruo al fin. Buahhh.

He estado leyendo toda la mañana en mi cuarto y ahora, una vez cumplido mi objetivo matutino, he parado para comer. ¿Se atreverí­a nuestra heroí­na a abrir la puerta en la que mora Satán? Bueno, Satancillo. Pues sí­. Lo cierto es que durante el dí­a se ve todo distinto y además no me iba a dejar vencer yo por un vulgar ratón de campo (si hubiera sido una rata, hubiera llamado a los bomberos, tenedlo por seguro, ja, ja).

Así­ que nada, abrí­ la puerta sosteniendo mi plato de comida en una mano y el vaso de agua en otra y muy atenta a mis pies, porque temí­a especialmente una huida del bicharraco ví­a suelo con parada no autorizada y denterosa en mis pies. Pero no fue así­. Todo tranquilo, corto. Aparentemente no ha habido bajas, Joe.

Eché un vistazo en el soleado living y aparentemente estaba todo normal. Un detalle importante, sin embargo: detrás del sofá en el que me siento, la leve pelusa de junto a la pared (ejem, mi furia limpiadora no ha llegado todaví­a al living) estaba un poco removida. Así­ que habí­a sido real. Satancillo nos habí­a visitado esa noche. Me puse a comer y al rato empecé a oír unos crujidos procedentes de lugar difí­cil de determinar.

¿Serí­a Satán? El caso es que tras escrutar la habitación tratando de saber de dónde venían sólo pude deducir que parecí­a proceder del techo, lo cual significarí­a, o Satancillo o los vecinos de arriba, ruidosos por naturaleza. Pero aquellos crujidos eran leves, no del estilo de los vecinos.

No sabiendo qué hacer (¿qué cosas espantan a un ratón?) di una sonora palmada, como diciendo, que estoy aquí­, got you, y lo cierto es que al poco rato el ruido cesó, probablemente por casualidad. Decidí­ abrir la ventana, en plan indirecta elegante dirigida a Satán y también sabedora de que el gato de un vecino tiene costumbre de pasear por aquí­ y asomar la cabeza de vez en cuando (me sentí­a un poco como la alumna chivata recurriendo a la maestra, “seño, este niño me ha pegado”, en versión “misifú, este ratón se ha colado”). Quizá el olor de una breve parada en el alféizar sea suficiente para espantar a Satancillo o a futuros visitantes, me decí­a.

El caso es al rato, mientras comí­a mi rico pescado a la plancha con pimientos y cebollita apareció algo peludo por el hueco de la ventana, enseñó los dientes al tiempo que gruñí­a y me produjo un sobresalto considerable. Era el gatito de siempre, que miraba con interés mi comida mientras mostraba sus dientes. Se poní­an las cosas difí­ciles para mí­ si el antí­doto más fácil contra Satán también me daba miedo. Urbanita impresentable. El gato diabólico se fue y de Satancillo no tuve noticias. Pero eso sí­, estoy muy muy ventilada con mi ventana abierta.

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Este post va dedicado a los Begoyos, que han tenido un año complicado. Un abrazo y ánimo.