Enero 2006. Londres. Interior día

Amanecer el primer dí­a del Post-Madrid en South-East London resulta raro. Cuando vine a vivir a esta casa todo era nuevo y por tanto oficialmente raro. Ahora es medio raro medio normal pero los agentes de Rarezas y Puertos se han ido y también los intérpretes de enchufes de tres clavijas y volantes a la derecha, así­ que me tengo que apañar yo sola.

Salvando las distancias, esto debe ser como lo que pasa con los exploradores: una cosa es atravesar el mar, vencer las tormentas, desembarcar y abrirte paso entre la maleza, defenderte de los animales salvajes al tiempo que te maravillas con las cascadas, las montañas y demás, y otra cosa es construirte ahí­ una nueva casa con las cañas, planificar los servicios del poblado, formar un grupo humano y decidir a qué te dedicarás en lo sucesivo.

De eso se trata: ahora la novedad ha pasado a un segundo plano y uno deberí­a centrarse en hacer las cosas bien. Y por otro lado uno empieza a exigirle más a su vida de aquí­. La novedad no es lo que era, decí­a, pero alguna cosa nueva nos queda, tranquilidad: nuevo profe (aquí­ llamado lecturer y Roy para los amigos), grupo nuevo a medias (están parte de mis compañeras de antes pero ahora somos unos 20 en clase) y nueva asignatura, Ficción postmoderna. Y algunas compañeras bastante combativas, sobre todo una a la que llamaremos señorita Pepis que debe de ser americana y que se empeña en hablar muy bajito muy bajito para que ni los extranjeros, ni el profe, ni si me apuras ningún ser dotado de oí­do más allá del cuello de su camisa la pueda entender con facilidad. Así­ que mientras la tipa del pelo del mismo color que la cara: la piel blanco-rosada, el pelo blanco-amarillo, con un boli prendido del dedo filosofa sobre por qué tradicionalmente la noción de sujeto como algo coherente ha podido ser interesada y artificialmente mantenida o interesada y artificialmente silenciada (en distintos momentos parece considerar una cosa y su contraria, en mi master somos así­ de chulos), parte de la clase entrecierra los ojos y mueve la cabeza hacia donde ella está, como una planta hacia la luz.

Y así­ estamos, escuchando los susurros filosofico-polí­ticos de Rostro pálido, chavala que vale, tiene una voz sugerente y dice algunas cosas que aisladamente, en plan cuarto y mitad de palabra, suenan bien, pero vamos, a quien un poquito de vitaminas y un volumen un poco más normal no le vendrí­an mal. A lo mejor su subjetividad se volví­a más saludable, digo, o menos (auto) silenciada ya que estamos con eso de la noción de sujeto como algo coherente o al menos audible.

El profe, uno de los girasoles que torcí­an el cuello para acercarse a la alumna-luz, girasol barbado tirando a pelirrojo y especialista en literatura del Holocausto, introdujo una sugerencia en esta coyuntura, como decí­an (¿en Torrente?): razones polí­ticas”, y con ese montaje” sonoro tan caótico (ni de la contigüidad se puede una fiar hoy en dí­a, ¡dónde vamos a ir a parar!) ya no supe si contestaba a ser artificialmente mantenida o interesadamente silenciada, pero por lógica parecí­a que esta última.

Yo estaba pensando en el caso de Pessoa, en sus heterónimos y en el hecho de que el poeta portugués no creyera en la individualidad: para él, si no recuerdo mal, el individuo era una invención religiosa, todos éramos todo y él pretendí­a escribir el “drama in gente” (no sé portugués; seguramente no se escribe así­), pero en fin, tampoco estaba muy segura de que mi percepción de lo dicho fuera exacta y además no habí­a podido leer los apuntes por culpa del correo y de alguna torpeza mí­a. Pero eso ya es otra historia.

———–
Este post de tí­tulo cinematográfico, enfoque perplejo y humor subterráneo va dedicado a Parianea.

Llegada a Londres y españoles sin fronteras

El aeropuerto de Gatwick me gusta por algún motivo, además de que me pilla cerca de casa. Prefiero la zona de salidas que la de llegadas. Está como curiosito (células fotoeléctricas en los lavabos, geles buenos para lavarse las manos, un colgador para el abrigo o el bolso en cada WC, pequeños detalles agradables), es espacioso, tiene tiendas interesantes (discos, libros, chocolates, ropa) y zonas amplias para sentarse. Incluso unos sillones que te dan un masaje por una libra.

Esta vez, la zona de llegadas resultaba algo caótica porque estaban de obras trabajando en nuestro beneficio (en plan despotismo ilustrado, todo para el pueblo, pero sin el pueblo). Así­ que los “female toilet” no estaban donde se suponí­a que debí­an estar y las zonas para recoger el equipaje se camuflaban tras vallas de obras y demás. Mis cuarenta kilos de maletas no tardaron mucho en aparecer, pero eso sí­, cogí­ la más pesada con la mano izquierda, cosa muy recomendable para alguien que no es zurdo.
Del trayecto en el Gatwick Express lo más reseñable es la conversación de una chica catalana residente en Londres con un joven norteamericano, creo (en todo caso no era inglés, ya que no conocí­a Londres), que vení­a de Barcelona y estaba bastante alucinado con los movimientos nacionalistas, el Estatut y todo eso. La chica catalana no estaba de acuerdo con que sólo se enseñe el catalán en las escuelas, “porque el bilingüismo es una riqueza”, frase que decí­a con un marcado acento catalán y enseñando mucho unos dientes muy blancos cada rato porque sonreí­a con frecuencia -como hacemos muchos al hablar un idioma ajeno o cuando nos comunicamos en el nuestro con un extranjero; como un comodí­n fático, que dirí­a un lingüista, un “estoy aquí­”, que dirí­a un castizo- y añadió que el joven habí­a tenido oportunidad de estar en Cataluña en un momento muy interesante. Esta chica era una entusiasta de la vida, de Londres (sobre todo por la noche, “por la noche se vuelve un sitio muy especial, sobre todo la zona del rí­o, muy especial”), de vivir en Barcelona por un tiempo siendo extranjero, de apurar una corta estancia en la capital de Gran Bretaña como se aprestaba a hacer el chico que tení­a enfrente y seguro que también serí­a una entusiasta de los Máster de Literatura Comparada, aunque no supiera en qué consiste semejante cosa. Ya le oigo decir “suena realmente muy sugerente”, marcando mucho los sonidos nasales. La verdad es que no me hubiera importado charlar con ella, o en sus términos, la verdad es que me hubiera encantado hablar con ella -yo también soy o estoy entusiasta- pero estaban un poco lejos.
Detrás de mí­, de pie junto a la puerta, dos españolas estudiantes de Farmacia o algo así­ (hablaban de sus ejercicios de quí­mica, de si eran grupos dos pi o tres pi; suena a quí­mica orgánica pero no sé, una con un ligero acento gallego o leonés y otra andaluza) se contaban sus vacaciones, la enfermedad del familiar de una de ellas, que se habí­a puesto un spray bronceador en lugar de los rayos UVA, no el familiar sino ella, a lo mejor también el familiar, pero eso no lo contó; que le costaba 10 euros la sesión, cosa que a la andaluza pareció gustarle, porque comparado con los UVA no sé qué (el estrépito de un tren que pasó a toda velocidad junto al nuestro nos sobresaltó a las tres y a mí­ no me dejó oír esa parte; en los trenes de Gatwick y en el Thameslink pasa mucho, cardiacos con destino Londres estén prevenidos), que no habí­an salido en Nochevieja pero sí­ antes y después y esas cosas y los muchos ejercicios que le faltaban por hacer, que si se iba a estar dos dí­as pasando a limpio no sé qué cosa que omito porque sonaba bastante rollo. Que no se habí­an traí­do champú ni colonia Nenuco pero que estaban seguras de poder encontrar en Inglaterra alguna colonia de niños parecida. Toda la conversación me pareció que traslucí­a esa camaraderí­a tranquila de los años de facultad y que el vivir fuera no cambiaba apenas este hecho. Añoré aquellos años de universidad y aquella ligereza, aunque supongo que fue una falsa impresión, porque un familiar gravemente enfermo y una carrera técnica en otro idioma ya son bastante poco livianos, pero está claro que solemos ver en los demás lo que nos apetece. Dicho de otro modo, es evidente que nuestras traducciones de los demás son bastante libres.

El vuelo -parte III Barbie Pantallitas y los Paramedics

No fue un vuelo especialmente malo, pero sí­ pesado. Nos contaron como cinco veces. Dos aquel azafato rubio de la cara quemada y gestos amanerados. Y tres la rubia resolutiva, una especie de Spice Girl reciclada y con poco maquillaje que era la encargada de manejar el cotarro: ella accionaba luces y pilotos luminosos presionando en la pantalla táctil, como si estuviera sacando pasta de un cajero o jugando a los marcianitos, ahora saco 300 euros, ahora te mato, ahora apago las luces del pasillo.

El recuento del pasaje lo hací­an con un cacharro brillante: una cajita de metal del tamaño de una cinta métrica, con una especie de pestaña que presionaban tantas como cabezas contabilizaban. O bien contaban mal o bien faltaba alguien. El caso es que después de los cinco recuentos, numerosas comunicaciones por el walky y treinta minutos, despegamos.

En un momento dado, creo que entre el carrito de la comida y el Duty free, un azafato dijo por megafoní­a que si habí­a algún doctor o paramédico se presentara en no sé qué del amarillo. Luego trató de decirlo en español, pero lo dijo muy raro, así­ que no salgo del no sé qué del amarillo; mi inglés tras tres semanas hablando español habí­a menguado peligrosamente. No me pareció que nadie se movilizara, salvo las habituales cabezas curiosas escrutando a lo largo del pasillo, entre las que me encontraba. En todo caso, mi curiosidad no obtuvo resultado positivo: no vi nada que se pareciera a una urgencia médica.

A mitad de camino se presentaron turbulencias, que duraron poco y que no me marearon aunque no habí­a tomado Biodramina ni nada, lo de ir delante siempre ayuda; lo peor, las alas porque se mueven más. El aterrizaje fue bien, suavecito, aunque mi vecina de asiento, que se habí­a dedicado todo el camino alternativamente a leer un libro de Italo Calvino o a dormir -quizá ambas cosas a la vez también pero no podrí­a asegurarlo ;-))- cerró los ojos; uno de más adelante llevaba un rato con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia delante, pero una vez parados nos quedamos quietos como diez minutos, con los motores en marcha.

La Spice-azafata también conocida como Barbie Pantallitas recordó que no se podí­an encender los móviles hasta que el avión estuviera completamente detenido y las puertas abiertas. Después, los motores se apagaron y la gente empezó a levantarse y a coger bultos y a estorbarse entre sí­ -eso tan español: las prisas que sólo conducen a aguardar o a estorbar en un cruce – y a esperar tontamente. La Spice pidió en inglés que volviéramos a nuestros asientos, y algunas personas empezaron a sentarse. Yo también me senté y aclaré a las de delante (dos pijas de treinta y tantos con el mismo peinado, misma ropa y mismo todo pero bastante tratables, básicamente porque hablaban bajo y no decí­an tantas tonterí­as o quizá porque mi pijerí­a se parece a la suya y estoy inmunizada, que todo puede ser) que sí­, que nos habí­an pedido que nos sentáramos.

No sabí­amos por qué, pero alguna razón habrí­a y como he dicho, en condiciones normales de presión y temperatura, tiendo a la obediencia. Al poco entraron dos tipos con equipo médico y ropa color naranja: los famosos Paramedics de las pelí­culas y las series anglosajonas.

Algo harí­an allá atrás, pero no pude ver bien a quién ni qué porque estaba bastante lejos. La gente se volvió a poner de pie y yo, muy cí­vica y muy lógica a mi manera me quedé sentada pensando que tendrí­an que sacar al enfermo y que necesitarí­an espacio. “Esta gente no prevé las cosas”, me decí­a sintiéndome muy perspicaz. Pero, en fin, lo debieron sacar por detrás porque al rato estábamos desfilando todos sin mayores interrupciones. Yo, algo menos perspicaz que un rato antes pero igual de cí­vica.

El vuelo -parte II. Mis compañeros de viaje

Sigo esperando en la puerta de embarque de Barajas, destino Londres, capital de la Pérfida. Un poco más allá hablan dos pijos, de unos veinte años, madrileños. La chica es una morena de pelo largo que arrastra mucho las eses al decir “losss inglesesssss” y el chico es un chaval muy alto con cierto parecido a uno de los hijos del Duque de Feria (delgado, nariz aguileña como la madre, cara tostada por el sol modalidad Marbella, no modalidad Agromán, pelo abundante y fosco, desteñido por el sol o quizá son mechas de castaño claro) y parejo acento y gestos que la chica. No tardo mucho en deducir que son dos balas perdidas enviadas a Inglaterra para regenerarse, “essss increí­ble cómo ha cambiado mi actitud en esssste tiempo”, le está contando la chica “yo ssssolí­a sssser la tí­pica que no hací­a nada y esssstaba todo el dí­a haciendo el tonto y tal y, tí­o, ha ssssido llegar a Inglaterra y menudo cambio”.

Se escucha a sí­ misma cuando habla, es obvio que está encantada de conocerse, cosa tan común -o tan evidente- en ciertas edades y en ciertos grupos socioeconómicos. Pero lo que de verdad me llama la atención es la facilidad que tiene para hablar de sí­ misma en tercera persona. No es literal como en el caso de Aí­da la ex granhermana. Es algo más sutil y por tanto más peligroso, creo: habla de sí­ misma, de la sí­ misma de hace unos meses, como si hablara de una extraña. Como si ni la apatí­a de antes ni la diligencia de ahora dependieran de ella sino sólo de estar en Madrid, ¿sabessss?, o haber sido mandada a Inglaterra lejos de su familia.

Al principio pienso que se limita a repetir los comentarios que sus padres hacen sobre ella a terceros, “No veas lo espabilada que ha venido la niña de Inglaterra. Ha sido irse allí­ y cambiar completamente”. Pero quizá sea más bien un efecto secundario de una terapia con psicólogo. Una conocida mí­a, que entre otras cosas sufrí­a depresión, me lanzó un extraño rollo vehemente sobre que ella confundí­a el triángulo con el cí­rculo y que los que la rodeaban estaban cercenando su vida, acompañaba el verbo “cercenar” con un movimiento de arriba abajo, como de cuchilla.

Supongo que su psicólogo le habí­a tratado de hacer entender que su vida y su familia y amigos no era tan malos sino que ella tení­a una visión deformada de las cosas, pero mi amiga lo aplicaba de forma literal y parecí­a creer que sus padres la cercenaban de verdad, vamos que se dedicaban a cortarla en cachitos. Me rí­o pero la verdad es que desde dentro no debí­a de tener ninguna gracia. El resultado fue que tras esas primeras sesiones parecí­a más loca de lo que estaba antes y seguramente lo estaba (o al menos más confundida y ¡ya no sólo en asuntos de geometrí­a!).

Esto por lo que se refiere a la pareja de pijos repateantes. En la esquina izquierda con calzón rojo y cincuenta y cinco kilos -no, es broma, a mi izquierda otra veinteañera se ha puesto a hablar con sus amigas, abonadas al “ej que” (en lugar de es que”) y demás dejes de barriada y comenta algo con ojos desorbitados, “no veas si era idiota la tí­a, y entonces le dije de venir y allí­ estaba plantá… menuda subnormal y menudo ‘ajco’”. Habí­a algo extemporáneo o fuera de lugar, mejor dicho, en aquella escena. ¿Sostendrí­a la susodicha este tipo de conversaciones una vez en su destino? Irse a Londres para seguir hablando como el Nuevo Vale o el Pronto, más unas dosis de mala leche. Sólo que las subnormales de Inglaterra se llamarí­an Kate en lugar de Mari Jose. Supongo que al menos su concepto de subnormal y de “ajco” se verí­an modificados por el entorno porque, si no, su mente sufrirí­a un cortocircuito con sólo entrar en una cocina inglesa. Pero esto nunca lo podremos saber, salvo que me la vuelva a encontrar y la reconozca…

El vuelo (parte primera)

Enero 2006, llamando al lunes 9, pasajeros para Londres que hayan estado en Madrid tres semanas, a lo calentito, con guarnición de familia y amigos y pasado en común que se presenten inmediatamente en la puerta B18, repito puerta B18, preséntense ellos solos y con la tarjeta de embarque y el pasaporte. Repetimos, viajeros matriculados “part time” en el Master de Literatura Comparada de G. dejen de comparar las indicaciones en distintos idiomas y dirí­janse a la puerta de embarque que ya es hora. Les recordamos que el billete ya lo han pagado y van a quedar como unos niños malcriados si ahora se vuelven a casa corriendo. Además, piensen que las dos maletas hasta un total de 40 kilos ya están facturadas y pagado el sobrepeso (150€ del ala; nunca mejor dicho lo del ala, más caro el sobrepeso que el billete; ¿cuántos libros bilingües has metido ahí­ y cuánto embutido, hija mí­a?”). última llamada para los viajeros con destino al Master londinense los hemos visto más rápidos. Así­ que, obediente que es una, y recordando vagamente a una profesora de gimnasia del colegio que decí­a mucho eso de las he visto más rápidas abandono lo que podrí­a ser una fuente jugosa de datos para la sociologí­a comparada (¿) y me apresuro a cambiar los euros a libras en la oficina de cambio de Barajas para tener “cash” con el que pagar el alquiler del mes en el que apenas he estado en casa, ya que aún no tengo cuenta de banco inglés. Y me dirijo a la puerta de embarque que tan empalagosamente me han anunciado (¿no sabe esta azafata que mi español es de “Good user”se que te ponen en el IELTS?; vamos que en español en los dí­as buenos y con el viento a favor lo entiendo casi todo). Pues ahí­ llego, y como soy viajero tipo D, o sea que no necesito asistencia, ni soy un niño ni he llegado de los primeros a la ventanilla de Easyjet, me toca esperar. Me congratulo de las dos primeras cosas (aunque la gente que se ha puesto a la cola no parece pertenecer ni a una ni a otra categorí­a, pero en fin) y obvio la tercera y me pongo a esperar observando al personal discretamente en lugar de sacar mi libro sobre las traducciones de Borges, porque lo de leer a salto de mata no va conmigo. El personal de las letras B, C y D, por su parte, o incluso algún despistado de clase A, me observa a mí­ menos discretamente: una décima de segundo después de ser pillados desví­an la mirada. Me extraña este reflejo, porque en los primeros dí­as en Madrid, me parecí­a que la gente me miraba con mucho descaro por la calle y que no me dejaban de mirar a pesar de que les mirara a ellos. Supongo que la calle no es una sala de espera y además ésta que me mira ahora era una chica de unos veinte y a esa edad uno es más consciente de las reacciones que provoca, precisamente porque es más sensible respecto a lo que piensen los demás de uno. La de mi izquierda, otra veinteañera española sin ningún rasgo que sobresalga observa con mucho interés mi DNI, que sostengo en la mano con la tarjeta de embarque. Considerando que ya ha tenido tiempo de memorizar todos los datos que necesite para lo que quiera que los necesite, le doy la vuelta.