Adivina dónde está Wallysinora

Ayer estuve trasteando con la cámara de fotos y con mis archivos y se me ocurrió una idea. He elegido una foto peculiar que hice no hace mucho y lo que me propongo es poner vuestra mente a pensar un poco en la línea de los comics de “¿Dónde está Wally?”. En la modalidad “¿Dónde está Wallysinora?” (que quizá sea una serie, ya veremos) más que localizar a un personaje hay que localizar un elemento inanimado de la foto.

Aquí­ os dejo con esta cúpula metálica y estas nubes algodonosas en un lugar rodeado de vegetación. La pista es que pertenece o a Londres o a Madrid y que en este lugar confluyen naturaleza y exposiciones temporales. ¿Será, quizá, un rincón de Kew Gardens? ¿El Retiro?

Hagan sus apuestas, señores.

© 2015-2005; Elsinora Bonasera.
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Londres: retrato de la vida moderna (II)

(Sobre cómo Elsinora se entregó al periodismo de investigación en la capital de La Pérfida)

La cosa es que después de la cena, tomamos unos small capuccinos en vaso de papel en la estación de tren Charing Cross y hablamos sobre mis expectativas respecto a mi regreso a Madrid. Yo miraba de frente imaginando cómo sería volver, pero lo que tenía a la vista era el panel de las salidas de trenes y en una lí­nea muy destacada el tren de las 22:17 de Caterham que tantas veces había tomado para volver a la entonces mi casa y que esta noche cogería sólo mi amiga. Yo por mi parte iba a coger el metro hasta la casa de V. en Putney. Me despedí­ de esta compañera taiwanesa, que además se había empeñado en invitarme a la cena, y me metí­ en el metro.

Estación de trenes

Al llegar a mi destino recibí­ un SMS (allí­ lo llaman text message) muy cariñoso de esta amiga que me apresuré a contestar en términos semejantes y en el camino desde la estación a casa decidí­ que debía aprovechar que tenía la cámara conmigo para retratar las cosas que me llamaban la atención de Putney, en las que siempre me fijaba en mis paseos pero nunca tenía oportunidad de retratar. Una de esas cosas era una lavandería. Las laundrettes de Inglaterra son bastante curiosas para un español, así­ que decidí­ que haría una foto de una de ellas que me pillaba de camino. No era una especialmente interesante ni bonita, pero sí­ bastante tí­pica. Saqué la cámara de la funda, puse el botón en On, enfoqué y disparé. Como era noche cerrada y no tenía trí­pode, el flashazo sobre el escaparate de cristal era inevitable. Pensé que además del flashazo, esa toma frontal no era la ideal para captar la simetría de los bombos de las lavadoras en decrecendo así­ que cambié un poco la posición con idea de repetir la operación. De repente se escuchó una voz airada desde algún lugar.

-No hagas fotos, decía alguien desde arriba.

Alcé la cabeza para ver a un afrocaribeño en camiseta interior de tirantes y trencitas mirándome con cara de odio desde la ventana del piso superior.

-No hagas fotos -repitió en tono más alto y más enfadado- Vete de ahí­.

Por algún motivo, tras el estupor inicial, me salió el prurito profesional, no en vano he sido reportera gráfica. O quizá tenía el día asertivo.

-Estoy haciendo fotos en la calle. Esto es un espacio público. Tengo todo el derecho del mundo a sacar una foto del escaparate de una tienda iluminada.

-Yo sólo te digo que no hagas fotos. A los dueños no les va a gustar.

-No veo por qué. Esto es un espacio público y bla bla, bla.

Le podía haber dicho que estaba retratando la vida moderna como en la exposición de la Hayward, que las lavanderías son un sí­mbolo de la cultura inglesa, pero algo en su atuendo y en su cara de perro me hizo pensar que no era la mejor estrategia, por más que fuera la verdad.

lavanderia

El tí­o insistió en un tono cada vez más enfadado. Decidí­ que esa segunda foto de la lavandería cutre tampoco merecía tanto la pena y me marché. Llevaba, eso sí­, una foto de esa lavandería presumiblemente clandestina en la memoria de mi cámara digital. La analicé de vuelta a casa, buscando eso que había que ocultar a toda costa. A mí me pareció simplemente una lavandería de la especie Cutre Vulgaris.

De tamtanes, agujas y catarros à deux

(Para Teresa, con el deseo de que los vientos cambien)

F. salió para un rato el sábado y regresó el domingo por la noche. A la vuelta vino muy receptiva sobre mis dolores de cervicales, porque al parecer alguna de sus amigas habí­a tenido ese problema y estuvieron hablando de ello (me dio por pensar que el tema lo sacó la propia F. en plan, “tengo una compañera de piso que pone su contractura como excusa…” y que la conversación derivó hacia el lado contrario; lo pensé porque le pega todo).

La cosa es que el lunes me desayuné con una baterí­a de preguntas ¿cómo estás hoy? ¿cómo es tu almohada?, ¿qué cosas crees que puedes hacer de la limpieza que no te perjudiquen? y ¿te habí­a contado que me caí­ de un caballo de pequeña y me lesioné las cervicales y que a veces…? (se me ocurrió que la caí­da del caballo explicaba muchas cosas, pero no quise hacer sangre). Y luego añadió, Elsinora, en serio, cuando necesites que te eche una mano con algo dí­melo, que es muy malo que levantes peso. En fin, que hasta que el tamtán de la tribu no informa de que una contractura no es una tonterí­a, de nada sirve que uno se lo diga, o que uno confí­e en que su cultura general se lo indique. En todo caso, me alegro de que aunque tarde, F. haya reaccionado.

Y vais a decir que parezco Anita la pobrecita, pero resulta que las temperaturas intempestivas del agosto de la Pérfida, sumadas a mis paseos nocturnos y a mi baja energí­a (supongo) han terminado creándome una faringitis considerable. El lunes noche mi garganta oscilaba entre el rojo pasión y el morado semana Santa, colores muy femeninos según una investigación de una tipa de Newcastle (vi el artí­culo en El paí­s; flipo con las noticias que publican en verano: de puro incompleto parece un cachondeo; no he conseguido acceder al artí­culo original, porque hay que estar suscrito, así­ que no sé si la investigación en sí­ es un timo o sólo la versión que dan; tengo pendiente un post sobre la excelsa calidad de muchos artí­culos sobre ciencia), pero desde luego alarmantes cuando se acompañan de inflamación y dolor.

Estuve dándole vueltas a si podrí­a ser bacteriano o ví­rico, para decidirme o no a tomar antibiótico, y al rato, al ver que me encontraba peor, decidí­ que sólo podí­a ser bacteriano y que me tomarí­a antibiótico (poco cientí­fico mi sistema, pero enfermar viviendo solo en el extranjero y cuando tienes que currar es complicado). Un gran paso para la humanidad que se automedica, que no sirvió de nada, porque no encontré antibiótico ninguno en mi botiquí­n.

Al dí­a siguiente, al contarle que tení­a un catarro a la doctora Li Yun Xu -ese nombre recoge junto a su foto el certificado que hay en la clí­nica, en el que la autoridad sanitaria británica le autoriza a practicar la medicina china-, me pidió que le enseñara la lengua y añadió un par de agujas más a la parrilla elsinoril, esta vez en las manos (la derecha estaba en mi campo de visión, veí­a como subí­a y bajaba levemente, uyyy) y creo que también alguna en el cuello. A la salida, pregunté si habrí­a algunas hierbas que me pudiera tomar para el catarro y la enfermera me señaló un bote que habí­a sobre la mesa y una especie de envoltorio de mazapán con una cara de un chino en el lugar donde habitualmente se lee “La estepeña”.

Las hierbas vení­an en pastillas redondas como las antiestrés, una especie de caviar grande o de juanolas redondas y habí­a que tomarse 12 dos veces al dí­a, como con las otras (lo malo de las hierbas chinas es que hay tomarse mucha cantidad; a cambio se tragan muy bien). Pertenecí­an al grupo terapéutico de las cosas que producen calor, según entendí­ (rufebaciente, que dirí­a un boticario occidental). Después de estas me voy a sacar yo también mi tí­tulo de medicina china o por lo menos de intérprete médico.

Lo que parecí­a un alfajor de La estepeña eran unas pastillas duras y planas (toca, toca, me decí­a la enfermera tendiéndome al chino sonriente; para explicarme que las pastillas eran pastillas las habí­a sacudido como un sonajero; qué curioso es el multiculturalismo aplicado a la farmacia) que hay que disolver en la boca y que alivian. Son muy buenas, yo las tomo, me dijo la enfermera. Compré, pues, dos polvorones del chino sonriente y el bote de caviar gigante porque al parecer habí­a que llevarse el tratamiento completo -tampoco te dejan contratar sesiones sueltas de acupuntura: tiene que ser de seis en seis- y de vuelta a casa abrí­ el paquetito para sacar una pastilla e irlas chupando y comprobé que aquello era una especie de pastillas Valda o del Doctor Andreu (Andreu Chan Liu, por ejemplo).

(Para que se vea que no me lo invento, he aquí­ un ejemplar de polvorón del chino sonriente)

La tarde era muy gris y frí­a y según me alejaba de la clí­nica china y me acercaba a casa mis fuerzas disminuí­an. Una vez en casa, a eso de las siete, me calenté la cena y me dispuse a cenar (no suelo cenar tan pronto). F. me preguntó que de dónde vení­a y se lo conté. Me comentó que estaba matada y que se iba a acostar en seguida y le dije que a mí­ me pasaba lo mismo, con el dichoso catarro. Comentó que tení­a un par de pelí­culas para ver esa noche, “Volver” (que pronunció de forma extrañí­sima, como lo dicen en UK, algo como Fálvar) y otra llamada “Love”, que no sabí­a de quién era ni de qué paí­s pero que pensaba que era una historia real y que si me apetecí­a que las viéramos en su cuarto. Le dije que si aguantaba hasta esa hora despierta (querí­a verla a partir de las 9 y media) genial (aunque en realidad pensaba que juntar dos catarrosas no era buena idea, porque no sabemos si tenemos la misma cepa o no). La cosa es que las dos nos rajamos antes, porque nos encontrábamos fatal.

  1. propuso prepararnos para las dos un mejunje a base de limón, brandy, miel y jengibre que según ella es muy bueno, y yo le dije que estupendo y aquí­ estoy tomándome el mejunje ese (que está bueno, sabe a limón con un fondito picante del jengibre) y brindando porque al menos con los catarros a dos uno se siente algo más acompañado y porque F. al fin parece haber recuperado su vena afectuosa.

Mi hábitat y reunión tumultuosa

Estoy bastante metida en la tesis, por fin, aunque tengo que hacer paradas cada poco tiempo para mover el cuello y demás.

Ahora mismo estoy comparando cuatro traducciones distintas de la última página de El Ulises de Joyce. La página que cierra el libro pertenece al famoso monólogo de Molly Bloom, en el epí­grafe Penélope, ocho grandes tramos que ocupan 62 páginas en la edición inglesa. Todo el capí­tulo está escrito sin signos de puntuación (salvo los ocho puntos que separan los párrafos) ya que se reproduce el flujo de conciencia de Molly, mujer de Leopold Bloom, protagonista de Ulises y ellos dos reescrituras respectivas de Penélope y Odiseo/Ulises.

La primera traducción es de Borges (1925), la segunda del también argentino Salas Subirat (1945; reeditada por Planeta en 1996), la tercera del español J.M. Valverde (1976) y la cuarta también hispana, de García Tortosa y María Luisa Venegas Lagüens (1999).

Lo curioso del caso es que Jorge Luis Borges sólo tradujo la última página y dijo que no habí­a desbrozado el libro entero, vamos, que había leído unas páginas aquí­ y otras allá y que esta técnica a salto de mata era perfectamente legí­tima para un libro como el Ulises, libro que al igual que Finnegans Wake, era según él intraducible.

En fin, que aquí­ estoy, reunida con estos cuatro caballeros y doña María Luisa y la lluvia y el viento de fuera y las expresiones más o menos intraducibles (algunas también ininteligibles).

Os dejo con unas imágenes del jardí­n que veo desde mi cuarto, que es el de los vecinos y con unos tomates que nos dieron de su cosecha de ese mismo jardín, para satisfacer la curiosidad de Teresa y del resto de lectores.

En este artículo se muestran fotos de cómo era antes ese jardí­n, con polizón de cuatro patas incluido.