La segunda vez

La segunda vez fue completamente distinta a la primera. Disfruté más la experiencia. El lugar no era cutre -y no penséis mal, que os veo venir- sino chispeante: habí­a mucha gente y se notaba una cierta efervescencia. He visto paredes más limpias y lámparas menos rotas, pero tampoco importa demasiado.
Pero empecemos por el principio. Cómo llegar a la universidad. Pues de eso estoy hablando, ¿de qué si no? Había estado en verano y aquello me habí­a parecido tan roto y costroso como el edificio de la serie “Fama”, pero sin alumnos talentosos. Sin alumnos de ningún tipo, en realidad.
Lo peor de ir por la vida como el guiri despistado es cuando no lo eres: te sorprende haberlo hecho bien a la primera, y no te fí­as. Miras los carteles y el plano y todo está bien. No sales de tu asombro. Pero el espejismo dura poco: en el siguiente cambio te equivocas, o tardas en entender el mensaje de megafoní­a que te insta a bajar del tren porque no sé qué incidencia se ha desatado de repente, a pesar de que los carteles juran y perjuran que “this line is operating a good service this morning”. Una de las veces juro que dijeron o creí­ entender que perdonáramos las molestias pero que un desaprensivo se habí­a tirado a la vía, que no era culpa del personal del metropolitano sino de ese ”selfish act”, insistí­a mucho en lo del egoí­smo. Le faltó decir que se lo dejaba todo perdido de sangre, el “pedaso” de guarro egoísta. Si va a resultar que los de megafoní­a del metro de Londres son todos fans de Gila. O que están locos, estos britannos.

Salvada la espera y demás, en el trasbordo a la East London me toca esperar un buen rato junto a un pakistaní­ con un maletín (llevo aquí­ ya unos dí­as: las maletas y las mochilas no me impresionan demasiado ya) del que saca una bolsa de patatas o algo semejante con un insoportable olor a vinagre revenido (y juraría que también a ajo); es algo muy común aquí­, comen a todas horas, en todas partes, mayormente cosas malolientes. No es culpa suya, quiero decir, es comprensible: la comida buena es muy cara y difí­cil de encontrar. Pero, en fin, revuelve un poco el estómago.