Continuidad entre el útero y la hormiga

Cuando salí del gran útero umbrío, curvo y resonante me di de bruces con el haz de luz amarilla que bañaba la orilla del río y los pasos agitados de cuerpos autónomos que avanzaban y retrocedían sin motivo aparente entre aquellos objetos cuadrangulares apostados sobre barreras de madera, objetos que los cuerpos izaban para soltar en seguida o que simplemente revolvían por mero rito. Al rato conseguí entender que lo que había seguido a la oscuridad mullida del teatro había sido algo tan prosaico como una feria del libro de ocasión, montada frente al NFT (National Film Theatre), especie de Filmoteca en la zona del South Bank, en la ribera sur del Támesis. Pero el contraste entre un mundo y el otro había sido demasiado brusco para mis pupilas y mi entendimiento. Venía de pasar unas horas gratas homenajeando a la escritora británica feminista Angela Carter, en una sala oscura preñada de admiradores profesionales (Tariq Ali, Helen Simpson, Sarah Waters, entre otros) y admiradores aficionados (unas cien personas; las profesiones de unos y otros no eran tan distintas, la condición de aficionado tenía que ver con el espacio ocupado), con editores, críticos y autores que la conocieron, lectura de fragmentos de su obra, anecdotario y fotos y muchos lectores y lectoras rendidos en igual medida a los destellos geniales de la autora y a su propia satisfacción por tener tan buen gusto político-literario (aunque este buen gusto consista sobre todo en poner patas arriba el llamado buen gusto anterior).
Durante las dos sesiones a las que asistí, “La mujer carteriana: Recordando a Angela” y “Chicas caprichosas, mujeres malvadas: Una celebración de la escritura de Angela Carter”, mi vida y la del resto de los presentes se volvió más plácida, inmersos en el microclima del útero-reino, con su meteorología tan favorable a la lectura y las ideas, las frases con doble sentido, cierta tendencia política, los referentes culturales comunes, la lucha por la igualdad y el multiculturalismo. Toparse de repente con los que compran libros sólo porque aquí están baratos, o porque está bien tener libros o porque puede que algún día les sean útiles fue como si desenchufaran el útero/incubadora de repente. El útero era egoísta y sordo a todo lo que no fuera su propia supervivencia, pero el exterior demócrata y abierto se parecía demasiado a la nada.
“A Tribute to Angela Carter”, el homenaje a la figura y la obra de Angela Carter, tuvo tres partes. Yo asistí a la segunda (“The Carterian Woman: Remembering Angela”; “La mujer carteriana”: Recordando a Angela; con Tariq Ali, Carmen Callil y Michael Moorcock) y la tercera (Wayward Girls and Wicked Women: A Celebration of Angela Carte’s Writing; Chicas caprichosas y mujeres malvadas: Una celebración de la escritura de Angela Carter con Michael Moorcock, Helen Simpson, y Sarah Waters; Ali Smith estaba anunciada pero no vino, se leyó su carta de disculpa; de nuevo cuarto y mitad de doble sentido tanto en la carta como fuera de ella).
Mi faceta de “bargain browser” (buscadora de gangas) se tranquilizó con un Cormac McCarthy por 50 p. o sea, algo menos de un euro. En mi descargo diré que antes, en el puestecito del South Bank Center, había pagado mi propio tributo al útero carteriano comprando un ejemplar de The Bloody Chamber y dudando si llevarme también un volumen de ensayos con textos de la Carter y John Berger sobre la cultura, cosa que al final no hice, considerando más razonable ir comprando según fuera leyendo.
El apagón del útero/incubadora había dejado intranquilo al personal cultural/sanitario, de manera que decidieron mandar un enlace de apoyo que no dejara a los sietemesinos culturetas a merced de la masa best-seller (o best buyer, mejor dicho, con sus frases del tipo “a ver quién consigue más libros por 2 libras”). Así que se me apareció el secretario del departamento de Inglés de mi college, sentado en un banco, y haciéndose el exquisito: no te adentres más allá, es un horror, bajo tu responsabilidad. No sabía a qué se refería, pero en cuanto lo descubrí tuve que darle la razón: había un festival cubano, que consistía básicamente en una feria de pueblo español, pero con música cubana y algunos añadidos a los chorizos, y mojitos y zumos tropicales en lugar de sangría. Olor a fritanga, multitud de gente, follón, chocolate con churros (en realidad “Churros & Chocolate”; supongo que en España ponemos el líquido delante porque los churros son el acompañamiento; aquí, como no se suele mojar -salvo las salsas concebidas a tal fin-, se trata más bien de dos entidades independientes; amén de esa costumbre de cambiar el orden: el concurso 1,2,3 se llama aquí 3,2,1), donuts brasileños (olían como los churros), mucha gente dándote folletos para todo y alguna actuación musical más o menos cutre, pero que tuvo la gracia de ver cómo los londinenses de origen africano seguían con toda facilidad la música y el espíritu del “Dame más gasolina” y demás cantinelas, a pesar de no entender en absoluto la letra (yo hubiera preferido no entenderla). Y, en definitiva, que la zona del río es realmente muy bonita, como explicaba aquella catalana al americano en el tren en “Llegada a Londres y españoles sin fronteras” pulsar para leer y que contiene la frontera entre el útero preñado de eventos culturales de cejas altas y el mundo plano y lineal de las hormigas consumistas, tan humanas ellas y tan poco conscientes de por qué hacen lo que hacen.
(Este post va a la salud de Mayéutica, cómplice de lo carteriano en más de un sentido).