Sigo esperando en la puerta de embarque de Barajas, destino Londres, capital de la Pérfida. Un poco más allá hablan dos pijos, de unos veinte años, madrileños. La chica es una morena de pelo largo que arrastra mucho las eses al decir “losss inglesesssss” y el chico es un chaval muy alto con cierto parecido a uno de los hijos del Duque de Feria (delgado, nariz aguileña como la madre, cara tostada por el sol modalidad Marbella, no modalidad Agromán, pelo abundante y fosco, desteñido por el sol o quizá son mechas de castaño claro) y parejo acento y gestos que la chica. No tardo mucho en deducir que son dos balas perdidas enviadas a Inglaterra para regenerarse, “essss increíble cómo ha cambiado mi actitud en esssste tiempo”, le está contando la chica “yo ssssolía sssser la típica que no hacía nada y esssstaba todo el día haciendo el tonto y tal y, tío, ha ssssido llegar a Inglaterra y menudo cambio”.
Se escucha a sí misma cuando habla, es obvio que está encantada de conocerse, cosa tan común -o tan evidente- en ciertas edades y en ciertos grupos socioeconómicos. Pero lo que de verdad me llama la atención es la facilidad que tiene para hablar de sí misma en tercera persona. No es literal como en el caso de Aída la ex granhermana. Es algo más sutil y por tanto más peligroso, creo: habla de sí misma, de la sí misma de hace unos meses, como si hablara de una extraña. Como si ni la apatía de antes ni la diligencia de ahora dependieran de ella sino sólo de estar en Madrid, ¿sabessss?, o haber sido mandada a Inglaterra lejos de su familia.
Al principio pienso que se limita a repetir los comentarios que sus padres hacen sobre ella a terceros, “No veas lo espabilada que ha venido la niña de Inglaterra. Ha sido irse allí y cambiar completamente”. Pero quizá sea más bien un efecto secundario de una terapia con psicólogo. Una conocida mía, que entre otras cosas sufría depresión, me lanzó un extraño rollo vehemente sobre que ella confundía el triángulo con el círculo y que los que la rodeaban estaban cercenando su vida, acompañaba el verbo “cercenar” con un movimiento de arriba abajo, como de cuchilla.
Supongo que su psicólogo le había tratado de hacer entender que su vida y su familia y amigos no era tan malos sino que ella tenía una visión deformada de las cosas, pero mi amiga lo aplicaba de forma literal y parecía creer que sus padres la cercenaban de verdad, vamos que se dedicaban a cortarla en cachitos. Me río pero la verdad es que desde dentro no debía de tener ninguna gracia. El resultado fue que tras esas primeras sesiones parecía más loca de lo que estaba antes y seguramente lo estaba (o al menos más confundida y ¡ya no sólo en asuntos de geometría!).
Esto por lo que se refiere a la pareja de pijos repateantes. En la esquina izquierda con calzón rojo y cincuenta y cinco kilos -no, es broma, a mi izquierda otra veinteañera se ha puesto a hablar con sus amigas, abonadas al “ej que” (en lugar de “es que”) y demás dejes de barriada y comenta algo con ojos desorbitados, “no veas si era idiota la tía, y entonces le dije de venir y allí estaba plantá… menuda subnormal y menudo ‘ajco’”. Había algo extemporáneo o fuera de lugar, mejor dicho, en aquella escena. ¿Sostendría la susodicha este tipo de conversaciones una vez en su destino? Irse a Londres para seguir hablando como el Nuevo Vale o el Pronto, más unas dosis de mala leche. Sólo que las subnormales de Inglaterra se llamarían Kate en lugar de Mari Jose. Supongo que al menos su concepto de subnormal y de “ajco” se verían modificados por el entorno porque, si no, su mente sufriría un cortocircuito con sólo entrar en una cocina inglesa. Pero esto nunca lo podremos saber, salvo que me la vuelva a encontrar y la reconozca…