El vuelo -parte II. Mis compañeros de viaje

Sigo esperando en la puerta de embarque de Barajas, destino Londres, capital de la Pérfida. Un poco más allá hablan dos pijos, de unos veinte años, madrileños. La chica es una morena de pelo largo que arrastra mucho las eses al decir “losss inglesesssss” y el chico es un chaval muy alto con cierto parecido a uno de los hijos del Duque de Feria (delgado, nariz aguileña como la madre, cara tostada por el sol modalidad Marbella, no modalidad Agromán, pelo abundante y fosco, desteñido por el sol o quizá son mechas de castaño claro) y parejo acento y gestos que la chica. No tardo mucho en deducir que son dos balas perdidas enviadas a Inglaterra para regenerarse, “essss increí­ble cómo ha cambiado mi actitud en esssste tiempo”, le está contando la chica “yo ssssolí­a sssser la tí­pica que no hací­a nada y esssstaba todo el dí­a haciendo el tonto y tal y, tí­o, ha ssssido llegar a Inglaterra y menudo cambio”.

Se escucha a sí­ misma cuando habla, es obvio que está encantada de conocerse, cosa tan común -o tan evidente- en ciertas edades y en ciertos grupos socioeconómicos. Pero lo que de verdad me llama la atención es la facilidad que tiene para hablar de sí­ misma en tercera persona. No es literal como en el caso de Aí­da la ex granhermana. Es algo más sutil y por tanto más peligroso, creo: habla de sí­ misma, de la sí­ misma de hace unos meses, como si hablara de una extraña. Como si ni la apatí­a de antes ni la diligencia de ahora dependieran de ella sino sólo de estar en Madrid, ¿sabessss?, o haber sido mandada a Inglaterra lejos de su familia.

Al principio pienso que se limita a repetir los comentarios que sus padres hacen sobre ella a terceros, “No veas lo espabilada que ha venido la niña de Inglaterra. Ha sido irse allí­ y cambiar completamente”. Pero quizá sea más bien un efecto secundario de una terapia con psicólogo. Una conocida mí­a, que entre otras cosas sufrí­a depresión, me lanzó un extraño rollo vehemente sobre que ella confundí­a el triángulo con el cí­rculo y que los que la rodeaban estaban cercenando su vida, acompañaba el verbo “cercenar” con un movimiento de arriba abajo, como de cuchilla.

Supongo que su psicólogo le habí­a tratado de hacer entender que su vida y su familia y amigos no era tan malos sino que ella tení­a una visión deformada de las cosas, pero mi amiga lo aplicaba de forma literal y parecí­a creer que sus padres la cercenaban de verdad, vamos que se dedicaban a cortarla en cachitos. Me rí­o pero la verdad es que desde dentro no debí­a de tener ninguna gracia. El resultado fue que tras esas primeras sesiones parecí­a más loca de lo que estaba antes y seguramente lo estaba (o al menos más confundida y ¡ya no sólo en asuntos de geometrí­a!).

Esto por lo que se refiere a la pareja de pijos repateantes. En la esquina izquierda con calzón rojo y cincuenta y cinco kilos -no, es broma, a mi izquierda otra veinteañera se ha puesto a hablar con sus amigas, abonadas al “ej que” (en lugar de es que”) y demás dejes de barriada y comenta algo con ojos desorbitados, “no veas si era idiota la tí­a, y entonces le dije de venir y allí­ estaba plantá… menuda subnormal y menudo ‘ajco’”. Habí­a algo extemporáneo o fuera de lugar, mejor dicho, en aquella escena. ¿Sostendrí­a la susodicha este tipo de conversaciones una vez en su destino? Irse a Londres para seguir hablando como el Nuevo Vale o el Pronto, más unas dosis de mala leche. Sólo que las subnormales de Inglaterra se llamarí­an Kate en lugar de Mari Jose. Supongo que al menos su concepto de subnormal y de “ajco” se verí­an modificados por el entorno porque, si no, su mente sufrirí­a un cortocircuito con sólo entrar en una cocina inglesa. Pero esto nunca lo podremos saber, salvo que me la vuelva a encontrar y la reconozca…

El vuelo (parte primera)

Enero 2006, llamando al lunes 9, pasajeros para Londres que hayan estado en Madrid tres semanas, a lo calentito, con guarnición de familia y amigos y pasado en común que se presenten inmediatamente en la puerta B18, repito puerta B18, preséntense ellos solos y con la tarjeta de embarque y el pasaporte. Repetimos, viajeros matriculados “part time” en el Master de Literatura Comparada de G. dejen de comparar las indicaciones en distintos idiomas y dirí­janse a la puerta de embarque que ya es hora. Les recordamos que el billete ya lo han pagado y van a quedar como unos niños malcriados si ahora se vuelven a casa corriendo. Además, piensen que las dos maletas hasta un total de 40 kilos ya están facturadas y pagado el sobrepeso (150€ del ala; nunca mejor dicho lo del ala, más caro el sobrepeso que el billete; ¿cuántos libros bilingües has metido ahí­ y cuánto embutido, hija mí­a?”). última llamada para los viajeros con destino al Master londinense los hemos visto más rápidos. Así­ que, obediente que es una, y recordando vagamente a una profesora de gimnasia del colegio que decí­a mucho eso de las he visto más rápidas abandono lo que podrí­a ser una fuente jugosa de datos para la sociologí­a comparada (¿) y me apresuro a cambiar los euros a libras en la oficina de cambio de Barajas para tener “cash” con el que pagar el alquiler del mes en el que apenas he estado en casa, ya que aún no tengo cuenta de banco inglés. Y me dirijo a la puerta de embarque que tan empalagosamente me han anunciado (¿no sabe esta azafata que mi español es de “Good user”se que te ponen en el IELTS?; vamos que en español en los dí­as buenos y con el viento a favor lo entiendo casi todo). Pues ahí­ llego, y como soy viajero tipo D, o sea que no necesito asistencia, ni soy un niño ni he llegado de los primeros a la ventanilla de Easyjet, me toca esperar. Me congratulo de las dos primeras cosas (aunque la gente que se ha puesto a la cola no parece pertenecer ni a una ni a otra categorí­a, pero en fin) y obvio la tercera y me pongo a esperar observando al personal discretamente en lugar de sacar mi libro sobre las traducciones de Borges, porque lo de leer a salto de mata no va conmigo. El personal de las letras B, C y D, por su parte, o incluso algún despistado de clase A, me observa a mí­ menos discretamente: una décima de segundo después de ser pillados desví­an la mirada. Me extraña este reflejo, porque en los primeros dí­as en Madrid, me parecí­a que la gente me miraba con mucho descaro por la calle y que no me dejaban de mirar a pesar de que les mirara a ellos. Supongo que la calle no es una sala de espera y además ésta que me mira ahora era una chica de unos veinte y a esa edad uno es más consciente de las reacciones que provoca, precisamente porque es más sensible respecto a lo que piensen los demás de uno. La de mi izquierda, otra veinteañera española sin ningún rasgo que sobresalga observa con mucho interés mi DNI, que sostengo en la mano con la tarjeta de embarque. Considerando que ya ha tenido tiempo de memorizar todos los datos que necesite para lo que quiera que los necesite, le doy la vuelta.

Todos somos raros

En aquella universidad habí­a gente de todo tipo, altos, bajos, negros, blancos, esquimales, pakistaní­es, vestidos de saldo de mercadillo, vestidos de mercadillo por su peor enemigo, por un daltónico, por el dueño del armario de los Roper, por alguien con problemas para distinguir las tallas o para saber que la ropa en invierno debe abrigar… Personas peinadas por un jardinero, con sus plantas trepadoras cayendo de la frente, derramándose por la barbilla, adultas que parecí­an niñas (pitufas, en realidad), niñas que parecí­an niñas tratando de parecer adultas. Chicos que parecí­an chicas, asiáticos que parecían seres a punto de disolverse según caminaban y -esto sólo lo supongo- una tipa alta y grande, algo sosa en colorido, textura y actitud corporal y bastante impertinente, mirándolo todo sin parar. Pero en fin, en medio de aquella gente tan extraña, yo, persona también extraña, empecé a tomar conciencia de que estamos en la era de Acuario. Es decir: ¡es precisamente eso! Todos somos raros. No hay algo que esté bien: vestir blusa y pantalón combinando los colores y en una talla razonablemente parecida a tu tamaño, zapatos de la estación, bien hechos, y de tu talla, con la forma del puente bien hecha y sus tacones. Estudiar en la universidad con veintialgo o treinta y algo. Todos somos raros, sólo que algunos tenemos una rareza, ¿cómo decirlo?, más estándar, lo que significa más extendida en el lugar del que provenimos, ni más ni menos.

La segunda vez

La segunda vez fue completamente distinta a la primera. Disfruté más la experiencia. El lugar no era cutre -y no penséis mal, que os veo venir- sino chispeante: habí­a mucha gente y se notaba una cierta efervescencia. He visto paredes más limpias y lámparas menos rotas, pero tampoco importa demasiado.
Pero empecemos por el principio. Cómo llegar a la universidad. Pues de eso estoy hablando, ¿de qué si no? Había estado en verano y aquello me habí­a parecido tan roto y costroso como el edificio de la serie “Fama”, pero sin alumnos talentosos. Sin alumnos de ningún tipo, en realidad.
Lo peor de ir por la vida como el guiri despistado es cuando no lo eres: te sorprende haberlo hecho bien a la primera, y no te fí­as. Miras los carteles y el plano y todo está bien. No sales de tu asombro. Pero el espejismo dura poco: en el siguiente cambio te equivocas, o tardas en entender el mensaje de megafoní­a que te insta a bajar del tren porque no sé qué incidencia se ha desatado de repente, a pesar de que los carteles juran y perjuran que “this line is operating a good service this morning”. Una de las veces juro que dijeron o creí­ entender que perdonáramos las molestias pero que un desaprensivo se habí­a tirado a la vía, que no era culpa del personal del metropolitano sino de ese ”selfish act”, insistí­a mucho en lo del egoí­smo. Le faltó decir que se lo dejaba todo perdido de sangre, el “pedaso” de guarro egoísta. Si va a resultar que los de megafoní­a del metro de Londres son todos fans de Gila. O que están locos, estos britannos.

Salvada la espera y demás, en el trasbordo a la East London me toca esperar un buen rato junto a un pakistaní­ con un maletín (llevo aquí­ ya unos dí­as: las maletas y las mochilas no me impresionan demasiado ya) del que saca una bolsa de patatas o algo semejante con un insoportable olor a vinagre revenido (y juraría que también a ajo); es algo muy común aquí­, comen a todas horas, en todas partes, mayormente cosas malolientes. No es culpa suya, quiero decir, es comprensible: la comida buena es muy cara y difí­cil de encontrar. Pero, en fin, revuelve un poco el estómago.

Londres, supongo

Si es domingo veintitantos de septiembre esto será Londres, I guess. Supongo que estoy en ese momento intermedio en el que aún no estoy realmente aquí pero en el que sin embargo ya he traspasado irremediablemente la frontera del turista. Los turistas sí­ llevan dos maletas (algunos) como yo el miércoles tarde, maletas que los hacen muy visibles (sobre todo si una es roja y si ambas llevan ruedas y su conductora no tiene carnet pero es experta en poner cara de velocidad y lleva unos carteles de Materia peligrosa tatuados en la frente es lógico que los agentes de la ley camuflados de lugareños amables intervengan), y mueven a los ingleses a la compasión, te ayudan, te dan conversación (¿) pero no alquilan pisos como haré cuando mis pesquisas me permitan hacerlo, probablemente en un lugar indeterminado entre New Cross Gate y London Bridge, sin olvidarse de Canary Wharf o Greenwich (léase Grí­nich o Grénich), a pesar de las miles de trampas que me tienden, siglas demoniacas PPW (pounds per week), PCM (pounds calendar month), zonas 2 que se convierten en zonas 3 (lagarto lagarto, que al abono pasa de costarme un riñón “veintemil pelas del ala, no bromeo- a costarme los dos), cerca del DLR o del BR (respectivamente Docklands Light Railway, tren ligero de los muelles y British Rail, el tren) por no hablar del desfase de la conversión a euros, abstenerse los DSS o DDS, que acabó siendo algo sobre Disable People or whatever y yo disable no estoy aunque tampoco me siento muy entera, semiskimmed quizá, no muy entera pero mejorando, marejadilla a fuerte marejada, tendiendo a algo que no sé qué es pero que espero que sea mejor, más completo, más adaptado. De momento sólo se puede garantizar un cierto nivel en el dominio del Spanglish as you can see. Un horror lingüí­stico, pero es lo que hay por ahora. Y que está haciendo buen tiempo por aquí­. Solecito estupendo.