Batuka, que algo queda

Parece que hubiera pasado un siglo desde el desconcierto total al descubrir que esta piscina de Pin y Pon iba a ser el escenario de nuestras operaciones en los próximos meses. En otras palabras: a la hora de corretear por la piscina de los pitufos persiguiendo a la otra mitad de la clase lo hago como con más energía y seguridad. Y en las coreografías a veces acierto la coordinación brazo pierna a la primera (hasta incluso). Un pequeño paso para la humanidad pero uno enorme para mi cerebro descoordinado.

El jueves pasado, víspera de festivo (El Pilar), la profe habí­a dicho que obsequiaría a quienes no hicieran puente con una clase de Batuka. Dicho y hecho. Estuvimos muy poquitos, o mejor muy poquitas, porque el único hombre del grupo no vino. (De Richard, que es todo un personaje, ya hablaré).

chanclas formando un círculo

La cosa es que ahí estábamos en el vaso pequeño tratando de enterarnos de la pequeña coreografí­a de ese baile-ejercicio llamado Batuka (marca registrada). “Patada derecha, patada izquierda, derecha y giro a lo Bisbal” empieza a decir la profesora.

Al oí­r aquello, la antigua Elsinora hubiera fruncido el ceño, como en el momento Paquito el chocolatero en las bodas años atrás, pero en mis años en la Pérfida me abrí al disfrute de las cosas sencillas como Pocoyó (doblado por Stephen Frears, eso sí), al humor físico y a cierta tendencia a tratar de divertirte sin juzgar la calidad estética o musical del momento.

De intelectual exquisita a disfrutona todoterreno.

Supongo que en parte esa transformación tuvo que ver con estar lejos de tus amigos, tus sitios favoritos y tus referencias. A algo habí­a que agarrarse. Adaptación al medio, mezclada con una especie de maduración. La cosa es que aunque Bisbal me sigue dando un poquito la muerte (los grititos, la nariz de berenjena, esa felicidad rústica y boba que desprende), me limité a tratar de hacer lo que se me pedía. Y me dije que la profesora nos pedí­a ese movimiento con esas palabras con un objetivo global concreto: aprender una coreografí­a con diversos pasos (este es el subterfugio intelectual que aún necesito para que mi coherencia no se resquebraje, supongo).

Una vez dominado esto habí­a que sustituir el momento giro Bisbal por un movimiento de twist (girar las caderas y descender). “Lo siguiente es caminar hacia atrás sacudiendo el pecho y…”, explicaba la profe sacudiendo su ancho torso de pecho voluminoso frente a nosotras, dando la espalda a la piscina grande.

Aquí­ me quedé clavada.

“¿Sacudiendo el pecho? ¿A qué viene esto ahora, a las ocho de la tarde y sin luces de colores, ni bolas de espejo? ¿en bañador y con el agua a mitad de la pierna? ¿ein?”. Estas y otras preguntas se agolpaban en mi mente, mientras de fondo sonaba en sordina la música de la batuka de marras.

No es sólo que nuestra pileta dé justo a la piscina grande en la que los nadadores pasan mucho tiempo observándonos fascinados, ni tampoco que mi bañador de lycra tipo faja ajustada esté genial para hacer deporte pero te deje la “pechonalidad” a media asta, aplastada fí­sica, moralmente que dirí­a Chiquito, sino que, en fin, algo de naturaleza fí­sica, emocional o mental, pero en todo caso muy real me impedí­a dedicarme en serio a ese sacudir absurdo del pecho sin venir a cuento. Así que inventé una opción alternativa y seguí adelante.

Veía a mis compañeras moverse tan panchas ajenas a todo, como si estuvieran bailando en la disco del pueblo y como si lo más normal es que la clase de aquagym fuera una disco de pueblo en la que uno baila en bañador.

Quizá es que me he vuelto más inglesa de lo que creo y he perdido completamente la capacidad de bailar… sobria. Pero, claro, lo que me faltaba era ponerme a beber alcohol antes del aquagym. O a lo mejor es que mi sentido del ridículo necesita otra vuelta de tuerca o que sigo bajo la invisible influencia de la cultura de las “bragas católicas“.

Mientras yo pensaba todas estas cosas, la profe nos estaba contando la historia de…

Continuará.