Inglaterra está dormida (Parte I)

Eran las dos de la mañana de un viernes (ya sábado) y ahí estábamos Beta y yo, en su residencia, cerca de la universidad, a base de zumos y tés exóticos (que tenían de todo menos té) y una especie de couscous que no salió muy bueno por aquello de la inexperiencia y que tratamos de arreglar añadiendo mucho queso, pero ni modo. Y nada de vino ni cerveza, dado que Beta no bebe y que la cena había surgido sobre la marcha. La nota final para que aquello se pareciera al camarote de los hermanos Marx era que andábamos escasos de utensilios de comida, lo que obligaba a reutilizar el cuenco del arroz para tomar el helado y después el té, así que apenas habías empezado a comer algo temías que te lo fueran a arrebatar para servirte lo siguiente. Habíamos estado hablando muy animadas sobre España y sobre Grecia y sobre los hábitos de los ingleses y la Literatura Comparada y metidas en nuestro particular concurso “Coma rápido y aclare los cacharros para el siguiente plato” en la cocina del hall. Y además habíamos recibido un par de visitas del compañero chino de Beta que parece un haiku con patas y de la inquietante E., una griega que parece española, de quienes quizá hable en un otro post. Aquella cena improvisada había resultado muy divertida y agradable pero era tarde y nuestros bostezos, cada vez más frecuentes.

Beta me acompañó al exterior, guardiana de aquel laberinto de pasillos, escaleras, más pasillos, llaves y timbres. Continuará.