Volvía a casa por la noche caminando sola sobre la acera mojada por la lluvia cuando empecé a oír ruidos detrás de mí y a un lado. El sonido de un roce, algo que caía al suelo, un susurro más o menos lejano. Me giré, inquieta, pero no había nadie.
Al rato la situación se repitió: ruidos extraños a mis espaldas y luego nadie a la vista. Apreté el paso porque la falta de lógica de la situación me ponía nerviosa. Iba pensando que dado que no soy ningún personaje de serie de televisión norteamericana perseguida por unos malvados con tecnología muy sofisticada e invisible (¿quién perseguiría a una simple traductora freelander? ¿qué podrían querer de mí, las contraseñas de los diccionarios on line a los que estoy suscrita? ¿mis mapas conceptuales de verbos de movimiento en inglés?), la única explicación era que estaba paranoica.
Cuando llegué al portal de casa, amplio, vacío y a oscuras descubrí algo. No oía nada. Ni el retumbar ni palpitar. Ni rastro de radios albanesas ni nada. Y entonces se hizo la luz en mi cerebro y en el portal.
Tras una semana con el oído izquierdo tapado me había acostumbrado a no percibir cierto rango de sonidos y al despejarse me descubrí de repente rodeada de pequeños ruidos y crujidos que hacía tiempo que no oía y que por eso mismo me parecían amenazantes, porque mi mente había dejado de registrarlos como normales.
Ni persecución encubierta en la noche, ni paranoia… ¡simplemente un oído que vuelve a la vida!
Si fuésemos conscientes de la cantidad de sentidos que tenemos atrofiados hoy en día, en otro mundo viviríamos! O al menos, eso nos parecería.
Así es…
Por cierto, era yo, japogo. No sé qué pasa que no puedo poner mi firma.
Espero que el problema se haya solucionado…