El gato

Le había oído maullar todo el día, echar a correr escaleras arriba por el patio y bajar y posarse en el alféizar de la ventana de la cocina para luego mirarme con cara de pena mientras lloriqueaba como un niño sin su madre. Sin embargo, acostumbrada a que los gatos de los vecinos vaguen libremente por la zona y a verlos perseguir ardillas y pájaros en mi jardín, no se me ocurrió pensar que el gato pudiera tener hambre de verdad. Lo interpretaba más como que estaba solo y aburrido y que quería entrar en casa. All the same, me daba mucha pena ver a este gato fuera del hogar y lejos de la familia, porque sabía lo que era eso por experiencia propia. Un par de veces estuve a punto de dejarlo entrar (esa manera de hinchar el pelo para evitar el frío, esa forma de escrutar el interior de la casa desde la ventana, pobrecito). Si no me decidí es porque pensé que me costaría hacerlo salir después y porque, básicamente, no sabría qué hacer con un gato desconocido en mi casa, más allá de acariciarlo cinco minutos si es pacífico. Hoy, cuando yo estaba en medio de mi escena con gato, ha aparecido mi nueva compañera de piso, neozelandesa, que no en vano es profe y me ha preguntado si sé de quién es y si no es posible que lo hayan abandonado. A mí el gato me suena. Pertenece al vecindario. Pero es posible que los vecinos a quienes pertenece estén fuera y que el animal lleve un par de días sin ser alimentado, lo cual no es lo mismo que sin comer. Seguro que aquí encuentra insectos y cosas ricas por los jardines. Sin embargo, desde que sé que es posible que lleve dos días sin casa y sin comida manufacturada me da más pena. No le hemos alimentado porque si lo hiciéramos se convertiría en nuestro gato, pero si finalmente no tiene dueño, probablemente yo lo adoptase.