Con birrete y a lo loco (parte I)

Lo malo de esto de estirar una historia (y una historia real) es que el tiempo va pasando, los detalles se diluyen en la memoria y el í­mpetu disminuye. Digo esto porque la serie “Procastineisons” se ha extendido bastante. Por otra parte, mi viaje a Londres de esta vez ha sido muy especial, por lo que tení­a de reencuentro de la Elsinora presente con la del pasado. O, mejor dicho, por lo que tení­a de reencuentro y revisión de la persona real que está detrás de ese seudónimo con su pasado.

A estas alturas es un poco difí­cil distinguir dónde empieza el personaje y dónde termina la persona, pero creo que se entiende lo que quiero decir. Y, claro, la parte de reencuentro del personaje real con su mismidad es algo que necesito terminar de procesar y que no tengo intención de volcar en el blog. Este aspecto seguramente servirá de base para alguna escena de una novela que ando rumiando, una vez transformado en material de ficción.

La cuestión es que llegado el dí­a de marras, el miércoles 3 de septiembre, mi hermano y yo nos levantamos temprano. Tení­amos que estar en la facultad a las 9, aunque la ceremonia en sí­ empezaba a las 11:30. En Inglaterra amanece muy pronto y la habitación de F. como suele ocurrir en La Pérfida, no termina de estar del todo aislada de la luz, así­ que a eso de las cinco y media o seis de la mañana es fácil que te despiertes bañado en una luz potente que se filtra por los extremos de la cortina roja. Eso generalmente molesta, sobre todo si no tienes que madrugar, pero visto desde ahora, es algo positivo: en Madrid ahora a las 7 y media todaví­a es de noche y cuesta un esfuerzo considerable ponerse en marcha, al menos es lo que nos ocurre a los heliodependientes.

En fin, a lo que í­bamos, la peculiar cama donde yo dormí­a se llenó de luz y al poco rato me levanté. Llené la kettle con agua filtrada para preparar unos Earl Grey para mi hermano y para mí­ y recogí­ un poco la cocina (las nuevas flatmates son rápidas para fregar pero muy lentas para colocar). Como no tengo mucha costumbre de maquillarme -y menos tan temprano- aquello me estresaba un poco y además no cesaba de imaginarme situaciones en las que manchaba de maquillaje la camisa blanca inmaculada y planchada que iba a llevar ese dí­a o escenas en que vertí­a sobre la camisa la mermelada de fresa de las tostadas.

En previsión de los lí­os matinales, mi hermano se duchó por la noche para dejarme expedito el baño. Me puse a maquillarme sin tener muy claro si aquel era el orden correcto y cuando habí­a avanzado bastante descubrí­ que no me habí­a traí­do el lápiz de labios. Recordé que le habí­a prestado mi barra de labios a mi madre, meses atrás. Sólo habí­a traí­do un gloss rosa. En esas circunstancias no me quedaba otra que usar alguno de F, a sabiendas de que a ella no le importarí­a. Creí­a recordar dónde los guardaba. Ya sé que no es buen hábito el de compartir los lápices de labios, pero en fin, la necesidad me empujaba a ello.

El estuche de F. no tení­a más que una barra de labios, de un color bastante oscuro que quedaba bien con su piel bronceada, pero que cualquiera sabí­a cómo quedarí­a con mi cutis claro. Me puse a ello. Esperaba que al menos no fuera de las que te tiñen los dientes a la mí­nima de cambio. Cuando terminé, intercepté a mi hermano en el pasillo, le conté la historia y le pregunté con cierto nerviosismo si el color le gustaba. Me miró un poco de soslayo desde su traje de chaqueta perfectamente planchado -como tratando de evitar que mi nerviosismo se le contagiase- y me dijo con calma que estaba bien, que era un poco oscuro, pero que eso se debí­a a la poca iluminación del cuarto de baño y que durante la ceremonia habrí­a más luz. Cualquiera contradirí­a a un pintor hablando de efectos cromáticos y menos cuando su respuesta era la menos problemática, así­ que cogí­ mi bolsito con el maquillaje esencial -incluido el gloss rosa, just in case-, me tomé mi té con tostadas (frí­os ambos) y nos dispusimos a irnos.

Eran dí­as lluviosos y tirando a frí­os, así­ que me puse unas botitas de Goretex y metí­ los zapatos de tacón de Geox con unas medias cortas en una bolsa, junto con el bolso de maquillaje, los móviles y el peine. Como los zapatos estaban nuevos, llevaban aún el palito destinado a que no se tuerzan.

Finalmente habí­a optado por los pantalones negros de lycra, con la ventaja que supone que no se arrugan, que pegan con todo y combinan bien con la toga académica. Siguiendo el consejo de la empresa de alquiler de prendas académicas, habí­a optado por una blusa con botones, concretamente una camisa blanca ceñida a la cintura, de Liz Clairborne, blanca y con rayas rojas, de un algodón muy amoroso y que al ser clara ilumina mucho la cara.

Cogimos el bus de la facultad en la parada en la que lo habí­a cogido decenas de veces para ir al mismo sitio, un poco más allá del Chandos Pub que veí­a desde una de mis habitaciones y casi en frente de la tiendas de coches y del pequeño dinner en el que nunca estuve porque lo abrí­an a horas raras y parecí­a una casa de muñecas más que un establecimiento para humanos. Nos acomodamos en los estrechos asientos del 171 (un bus de dos pisos), sintiendo que desentonábamos un poco del resto, mi hermano con su traje de chaqueta de raya diplomática y yo con mi extraño maquillaje y tan preocupada de no arrugar la camisa recién planchada y con mis zapatos de tacón en una bolsa, con sus palitos incluidos.

Continuará

Este post va dedicado a Vincenzo Andolini, por razones evidentes (bajo estas condiciones de luz).

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