He pasado una semana en un resort en la playa levantina. Ríete tú de la experiencia religiosa de Enrique Iglesias. Lo mío sí fue iluminación y penitencia y propósito de la enmienda…
La vida en un complejo de este tipo básicamente consiste en esperar el ascensor, esperar a que te den mesa en el buffet, esperar a que esté libre la máquina de las tostadas y respirar hondo para no dar un par de bofetadas a los puñados de niños maleducados con los que te encuentras, o a sus padres…
Al principio te las prometes muy felices porque el lugar es moderno, bien equipado y el hall está lleno de carteles de actividades de todo lo que en teoría puedes hacer. Cuando lees con detalle la información descubres que las excursiones y salidas más o menos interesantes no están incluidas y que de la lista de actividades la mitad se realizan en la otra punta del complejo por un módico precio, eso sí.
A lo largo de estos días he aprendido a odiar cordialmente los carritos de niños que se apropian de ascensores, pasillos y puertas, he aprendido a compadecer algunos padres de monstruitos y a abominar de otros padres que simplemente confían la educación-contención de sus vástagos al sistema. Por confiar a sus vástagos al sistema entiendo cosas como soltarlos en el buffet libre del desayuno y que sea lo que dios quiera. Luego llegan las carreras entre tus piernas, los empujones a la gente mayor, los gritos…
Una de las mañanas un niño de unos dos o tres años la emprendió con un extintor pegado a la pared. De repente parecía que fuera un objeto irresistible para él. Su madre, un metro más allá de él, pero de espaldas vivía feliz en la ignorancia de la que podía montar su monstruito, mientras yo imaginaba aquel rincón del enorme salón de desayuno inundado de espuma, la gente resbalando, comensales cegados por la espuma, niños pisoteados…
Dijimos al niño “extintor no” -adaptándonos a su complejidad intelectual- y durante 0,3 milisegundos se detuvo, para retomar su tarea muy pronto. Volvimos a decir “extintor no” y esta vez la madre se tomó la molestia de reprender al niño sin girarse. El monstruito se detuvo esta vez 0,6 milisegundos pero luego retomó la tarea con más brío. Terminamos nuestro desayuno y nos fuimos.
Un buffet de un hotel de 600 habitaciones consiste básicamente en gente abalanzándose sobre los bollos, el Tang que te venden como zumo o el bacon, como si no hubiera mañana. Niños italianos que se pegan a tu pierna cuando te echas cereales ante la mirada aprobatoria de la madre que le está explicando no sé qué como si tú no estuvieras ahí y no te hubieras ganado a pulso el primer puesto del dispensador de chococrispies.
Tripones muy tripones con un plato lleno de bacon, salchichas y chorizos fritos. Glotones con mala conciencia como yo misma con sus cruasanes pequeñitos combinados con una raja de melón “para compensar“, sin reparar en que sólo se compensa si una porción de melón se come en lugar de otra de bollería y no además de ella, pero en fin…
Lo de la monitora sin alma es otra historia de la que ya hablaremos.