Con birrete y a lo loco (parte II)

Aquella mañana del miércoles 3 de septiembre la facultad era un hervidero. A estas alturas, el parecido del edificio principal con la Academia de la serie Fama, parecido que saltó cuando vine de exploración a Londres desde las Middlands y me encontré en pleno agosto un lugar que compartí­a rasgos con algún instituto destartalado poblado de gente talentosa del Bronx, English style, incluso con su Whoopie Goldberg al cargo de la cloakroom, habí­a pasado a segundo plano, desplazado por el cúmulo de recuerdos y sensaciones, en su mayorí­a positivos, surgidos a lo largo de dos años.

Mi hermano, artista y profesor de Historia del arte, y yo recorrimos el pasillo donde habí­a un montón de obras de los alumnos de Arte de la facultad. Mi college es uno de los más importantes de Reino Unido en Arte; de allí­ salió el famoso grupo Young British Artists, cuya cabeza más visible es el artista vivo mejor pagado del mundo,  Damien Hirst que ahora está de actualidad por haber puesto en venta su obra reciente en Sotheby’s saltándose el paso del agente. Mi universidad es en realidad una confederación de facultades surgida en el siglo XIX como alternativa “laica” a las anglicanas Oxford y Cambridge; fue la primera en admitir mujeres de todo Reino Unido (más datos aquí).

Como siempre, dediqué unos segundos a contemplar un grabado que reproducí­a una versión de “Untitled (Boy)”, la escultura de Ron Mueck que muestra un chaval gigante en cuclillas que mira al espectador con cara de espécimen doliente (ver escenas 8 y 9 de esta presentación) . La obra me habí­a llamado la atención desde siempre, incluso antes de saber de quién era y ahora la cosa volví­a a ser significativa, porque este asunto de los tamaños relativos no sólo estaba presente en mi primera novela, sino también en la tesis de mi hermano.

Los pasillos estaban llenos de gente de diversas razas con sus trajes de domingo y de alumnos de todo el mundo siendo retratados con su toga. Era muy difí­cil no dejarse contagiar por la expectación reinante. Quedé en ir a buscar a mi hermano a la cafeterí­a en cuanto consiguiera los tickets en el Hall cinema, ya que los invitados no estaban autorizados a hacer cola en esa parte, ni tampoco en la parte de recogida de trajes académicos. Conseguí­ los tickets sin problemas y pagué el importe de la entrada del invitado en metálico, por más que las indicaciones de la documentación hablaran de cheques. Me sorprendió que no hubiera penalización por la tardanza y pensé que lo hací­an para disuadir a la gente de retrasarse. Al salir de la sala con el ticket me interceptó un grupo de jóvenes para que rellenara un formulario. Después me encaminé hacia el lugar de las togas.

Habí­a dos salas, una para que te dieran una especie de ficha y otra para la recogida propiamente. Las salas eran clases pequeñas, en las que yo habí­a asistido a diversos seminarios. Por supuesto, entré primero en la que no era y una empleada eficaz pero algo cansada me indicó mi error. Una vez en la correcta, le mostré al tipo -un señor sesentón cordial- mi comprobante de pago y le conté que en principio me iba a graduar el viernes, pero que al final la cosa iba a ser hoy y que se lo habí­a contado a un colega suyo y me habí­a dicho que no habí­a problema. El tipo miró mi comprobante de pago, ignoró los detalles que recogí­a la hoja y que tanto me habí­a costado obtener, me preguntó si Master o Bachelor le dije que Master y entonces me dirigió una mirada muy profesional a la cabeza para calibrar tanto la altura como el perí­metro pectoral (o bien ya habí­a captado durante la conversación que el mí­o no superaba los 142 cm que abarcaban las togas normales y que por tanto no era necesario precisar más; hay que ser muy pechugona para superar los 142 cm de contorno…). Me extendió una prenda grande de color negro, a la que le habí­a prendido una especie de ficha con grapas. Mientras tanto pude comprobar que algunas personas se habí­an presentado a las bravas, sin haber reservado su toga y que solucionaban la gestión sin mayor problema y pagando en metálico. Con datos así­ era difí­cil abandonar la ví­a de la procrastinación, me dije.

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