11 de diciembre de 1832
Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo dÃa para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenÃan adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecerÃa el negarse groserÃa, o por lo menos ridÃcula afectación de delicadeza.
Andábame dÃas pasados por esas calles a buscar materiales para mis artÃculos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendà varias veces a mà mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacÃa reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraÃda y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraÃdos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de mi espÃritu, ¿qué sensación no deberÃa producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendÃ) a un grandÃsimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante.
[Una de esas interjecciones que una repetina sacudida suele, sin consultar el decoro, arrancar espontáneamente de una boca castellana, se atravesó entre mis dientes, y hubiérale echado redondo a haber estado esto en mis costumbres, y a no haber reflexionado que semejantes maneras de anunciarse, en sà algo exageradas, suelen ser las inocentes muestras de afecto o franqueza de este paÃs de exabruptos.]
No queriendo dar a entender que desconocÃa este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda habÃa creÃdo hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el dÃa, traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echóme las manos a los ojos y sujetándome por detrás: -¿Quién soy?-, gritaba, alborozado con el buen éxito de su delicada travesura. -¿Quién soy?- -Un animal [irracional]-, iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podrÃa ser, y sustituyendo cantidades iguales: -Braulio eres-, le dije.
Al oÃrme, suelta sus manos, rÃe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos en escena. -¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido? -¿Quién pudiera sino tú? -¿Has venido ya de tu Vizcaya? -No, Braulio, no he venido. -Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres? es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquÃ! ¿Sabes que mañana son mis dÃas? -Te los deseo muy felices. -Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado. -¿A qué? -A comer conmigo. -No es posible. -No hay remedio. -No puedo -insisto ya temblando. -¿No puedes? -Gracias. -¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no soy el duque de F…, ni el conde de P… ¿Quién se resiste a una [alevosa] sorpresa de esta especie? ¿Quién quiere parecer vano? -No es eso, sino que… -Pues si no es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española; temprano. Tengo mucha gente; tendremos al famoso X. que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.
(Parte II)
Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder; un dÃa malo, dije para mÃ, cualquiera lo pasa; en este mundo, para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios. -No faltarás, si no quieres que riñamos. -No faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaÃdo, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger. -Pues hasta mañana. [mi Bachiller]-: y me dio un torniscón por despedida.
Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedéme discurriendo cómo podÃan entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.
Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono; pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta, que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorpendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su paÃs. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsibilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purÃsimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres; es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mÃa, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omoplatos.
No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas retiencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonÃa, diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. El se muere por plantarle una fresca al lucero del alba, como suele decir, y cuando tiene un resentimiento, se le espeta a uno cara a cara. Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir cumplo y miento; llama a la urbanidad hipocresÃa, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego; cree que toda la crianza está reducida a decir Dios guarde a ustedes al entrar en una sala, y añadir con permiso de usted cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que asà se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su cabeza, y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darÃan cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo conocÃa ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado: no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un dÃa de dÃas [y] en semejantes casas; vestÃme sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más cometidos que contar para ganar tiempo; era citado a las dos y entré en la sala a las dos y media.
Parte III
No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos; déjome en blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los dÃas; no hablo del immenso cÃrculo con que guarnecÃa la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frÃo que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados.
Desgraciadamente para mÃ, el senor de X., que debÃa divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, habÃa tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente compremetido para otro convite; y la señorita que tan bien habÃa de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenÃa un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas! -Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mÃa. -Espera un momento -le contestó su esposa casi al oÃdo-, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y… -Bien, pero mira que son las cuatro. -Al instante comeremos. Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa. -Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, FÃgaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras Ãntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quÃtate el frac, no sea que le manches. -¿Qué tengo de manchar? -le respondÃ, mordiéndome los labios. -No importa, te daré una chaqueta mÃa; siento que no haya para todos. -No hay necesidad. ¡Oh!, sÃ, sÃ, ¡mi chaqueta! Toma, mÃrala; un poco ancha te vendrá. -Pero, Braulio… -No hay remedio, no te andes con etiquetas. Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirÃan comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creÃa hacerme un obsequio!
Los dÃas en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesÃa; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los dÃas del año, es pensar en lo escusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; asà que, se habÃa creÃdo capaz de contener catorce personas que éramos una mesa donde apenas podrÃan comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados Ãntimas relaciones entre sà con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme, por mucha distinción, entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salÃa de madre de la única silla en que se hallaba sentado, dÃgamoslo asÃ, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los dÃas, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas. -Ustedes harán penitencia, señores – exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys; frase que creyó preciso decir. Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mÃ; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.
Parte IV
Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que habÃa en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros. -SÃrvase usted. -Hágame usted el favor. -De ninguna manera. -No lo recibiré. -Páselo usted a la señora. -Está bien ahÃ. -Perdone usted. -Gracias. -Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.
Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosÃsimo, aunque buen plato; cruza por aquà la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino; por izquierda los embuchados de Extremadura. Siguióle un plato de ternera mechada, que Dios maldiga, y a éste otro y otros y otros; mitad traÃdos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los dÃas, por una vizcaÃna auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar en nada. -Este plato hay que disimularle -decÃa ésta de unos pichones-; están un poco quemados. -Pero, mujer… -Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas. -¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde. -¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado? -¿Qué quieres? Una no puede estar en todo. -¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato-. ¡Excelente! -Este pescado está pasado. -Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es tan bruto! -¿De dónde se ha traÃdo este vino? -En eso no tienes razón, porque es… -Es malÃsimo.
Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender [a todos] entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetÃan tan a menudo, servÃan tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras penas habÃa podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo, tenÃa la faz encendida y los ojos llorosos. -Señora, no se incomode usted por eso- le dijo el que a su lado tenÃa. -¡Ah! les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto; otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no tendrás… -Usted, señora mÃa, hará lo que… -¡Braulio! ¡Braulio!
Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfÃa probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manÃa de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que asà llamaba él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridÃculo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por que habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los dÃas de dÃas?
Parte V (esta es mi parte favorita; la que recuerdo desde los 12 años).
A todo esto, el niño que a mi izquierda tenÃa, hacÃa saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el dÃa; y el señor gordo de mi derecha habÃa tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que habÃa roÃdo; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se habÃa encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo; fuese por la edad avanzada de la vÃctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás aparecieron las coyunturas. -Este capón no tiene coyunturas, -exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.
El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpÃsima camisa: levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mà hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocÃo sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retÃrase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado que traÃa una docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. “¡Por San Pedro!” exclama dando una voz Braulio, difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa. “Pero sigamos, señores, no ha sido nada”, añade volviendo en sÃ.
¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principo final constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de dÃa de dÃas! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.
¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! SÃ, las hay para mÃ, ¡infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor, una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden versos y décimas y no hay más poeta que FÃgaro.
-Es preciso.
-Tiene usted que decir algo -claman todos.
-Désele pie forzado; que diga una copla a cada uno.
-Yo le daré el pie: A don Braulio en este dÃa.
-Señores, ¡por Dios!
-No hay remedio.
-En mi vida he improvisado.
-No se haga usted el chiquito.
-Me marcharé.
-Cerrar la puerta.
-No se sale de aquà sin decir algo.
Y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.
A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.
¡Santo Dios, yo te doy [las] gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquà en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; lÃbrame de los convites caseros y de dÃas de dÃas; lÃbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Perigueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del Champagne.
ConcluÃda mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo paÃs, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. VÃstome y vuelo a olvidar tan funesto dÃa entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.
ExtraÃdo de Cultural Resources – Literature y ligeramente editado.