Pijos, brazos de alambre y mujeres arbóreas

¿Cómo me las maravillarí­a yo?

Estoy haciendo cola un sábado al mediodí­a en una piscina nueva que han abierto en pleno barrio de Malasaña. Recién inaugurado en lo que antes eran las Escuelas Pías, se supone que este centro deportivo a dos pasos del Mercado de Fuencarral y de todas esas tiendas tan trendy de esa zona es de lo más cool. Tiene spa, baño turco y no sé qué pijadas más. Se trata de una piscina municipal, de gestión privada, aunque en realidad sería más exacto señalar que está “privada de gestión“, es decir, gestionada con los pies (ya se sabe que las pinturas de artis mutis no eran precisamente dignas del museo del Prado).

El exterior del complejo deportivo resulta prometedor. Hay un jardín de diseño que es común a las instalaciones del museo del Colegio de Arquitectos, con unos cí­rculos de césped flanqueados por unas decorativas piedras decorativamente distribuidas, que seguramente en las revistas decoración no se llamen “piedras”, sino algún nombre exótico que justifique que cuesten el doble que otras piedras semejantes.

Pese a la primera impresión favorable del recinto los errores de concepción no tardan en salir a la luz: resulta que para preguntar cualquier cosa tienes que ir a las taquillas/recepción/información y eso está en la tercera planta y también en la tercera planta se encuentra la piscina. Así que nos armamos de paciencia y nos vamos hasta allí.

Allí­ hay unos cuantos carteles y una cola de ocho personas que no avanza ni para atrás. Cuando te pones al final de la fila consultas el reloj mecánicamente y piensas que ocho personas son ocho personas y no infinito, pero cuando vuelves a mirar el reloj y la fila un rato después te parece que alguien le ha dado un golpe al número y se ha tumbado, condenándote a esperar incesantemente, infinito.

En el mostrador hay una joven de apariencia tranquila pero poco resolutiva. Gesticula, habla bastante pero no parece solucionar demasiado. Me pregunto a mí misma si en realidad su locuacidad no será una reacción al nerviosismo de ser responsable de una cola semejante y me respondo que no lo sé.

Lo que termino sabiendo es que la misma fila vale para informarse, para sacar una entrada para un baño, para comprar un bono de diez baños, para matricularse de los cursos que empiezan dentro de tres dí­as y para preguntar si alguien ha entregado un bañador de hombre, negro, así­, cortito, como inquiere un usuario señalando al mismo tiempo una altura en su muslo por si hubiera suerte.

Menudo estrés tendrí­a yo atendiendo una casuística como esta, me digo a mí misma, aplicando con gusto una palabra que tengo muy pocas oportunidades de utilizar sin que me llamen pedante, pero consciente de que la palabra le queda a la frase como a un santo dos pistolas, aunque, en fin, esto es lo que estoy pensando y tengo derecho a ser todo lo pedante y todo lo incoherente que quiera en mis monólogos interiores en mi tiempo libre, ¿no? Hay que ver las chorradas que termina uno pensando cuando tiene que hacer tiempo.

Volvamos al tema. Cuando los infelices que pretendí­an darse un chapuzón un sábado de finales de verano en la piscina -un sesentón muy bien conservado, con buen corte de pelo y unas Geox muy chulas y una cincuentona fea y rabisca- reciben clemencia y se les autoriza a acercarse al mostrador aunque no les toca todaví­a, hete aquí­ que la taquillera no tiene cambio… A la cincuentona fea y rabisca y osada aspirante a bañista le ha entrado la risa. Llevaba cuarto de hora despotricando en la fila con su voz desagradable a mi espalda. Mientras despotricaba he tratado de ignorarla porque me parecí­a que estaba exagerando y porque ya que había que esperar mejor no amargarse, pero llegados a este punto me tengo que rendir a la evidencia: tiene razón y se ha ganado mi simpatí­a cuando tras la larga espera llega al mostrador y le dice tan tranquila que no tiene cambio y ella no puede evitar echarse a reir. Amplí­o mi campo de observación a otros compañeros de penurias para ver si me entretengo un poco, porque la cosa va para largo.

Detrás de mí­, un chico de treinta y pocos, de tez bronceada y muy atildado, sostiene unos cuantos formularios en una funda azul semitransparente y los estudia, como quien repasa el contrato de venta de la plataforma petrolí­fera de tía Cuqui. Cada movimiento es una posturita de un anuncio de Hilfiger, como de pijo americano que no suda y que no tiene alma. Mediante una de sus posturitas, sin despeinarse ni arrugar un ápice su polo impoluto de color azul, ha dejado en el suelo una bolsa de las de asas de cordón de Fred Perry con toda la pinta de ser un super bañador de diseño recién comprado (supongo que de color azul también). Es un imitador de los anuncios de Dolce & Gabbana en versión Urban Madrid. Un nadador tipo Pin y Pon o la casita de la Nancy. No levanta ni una ceja cuando la intrépida empleada informa en voz alta de las plazas libres de Aquagym, así­ que tengo claro que no coincidiré con él en clase. Eso me alivia, aunque no sé muy bien por qué. Quizá temiera que en un par de meses de compartir dos clases semanales con él terminarí­a no sudando y perdiendo mi alma, temor bastante absurdo.

Otras personas de la cola de aspecto desaseado y ademanes zafios consultan los carteles de plazas libres y mientras trato de afinar la vista para ver qué rótulo están leyendo, me digo a mí misma que casi mejor serí­a tener al pijo que a estos. Una veinteañera de brazos como jamones y piernas como árboles tuerce el gesto, anuncia que se le ha agotado la paciencia y se lleva su escultura charcutero-arbórea consigo a golpe de pies arrastrados, mientras anuncia a voz en grito a quien pueda interesarle que ya volverá más tarde.

Ya somos siete, me digo frotándome imaginariamente las manos, pero no canto victoria, ya que el Aquagym es una actividad que se recomienda con frecuencia a personas de anatomí­as extrañas como la de esta chica. Mientras no se dedique a darme mandobles en la cabeza con esos brazos suyos de pata de jamón los días que hagamos waterpolo, me digo a mí­ misma… y luego reparo en que seguramente en Aquagym no haremos waterpolo como hacíamos en natación antes y empiezo a preocuparme seriamente por mi salud mental, porque me estoy dejando llevar demasiado por la imaginación.

Finalmente, en medio de idas y venidas de jóvenes de diseño, malotes, y personas de apariencia diversa consigo mi plaza de Aquagym dos días por semana, a las nueve de la noche y me voy, sintiendo una mirada en el cogote mientras me giro para bajar las escaleras.

Qué bien, una menos -piensa la última chica de la cola-. La señora ésta me estaba poniendo nerviosa ya, con esos bracitos de alambre y venga a mirarlo todo como un buho. Y menuda ropa llevaba, ropa deportiva tipo saco y completamente fuera de temporada. Para mí que la lleva usando varios veranos. En fin… Espero que haya plazas a la hora que yo quiero.

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