En ocasiones voy a restaurantes

Desde que el Comité Mundial de las Intolerancias Elsinoriles se pronunció en contra del aceite de oliva, el trigo, el arroz y la levadura (entre otras cosas) mis incursiones en restaurantes tienen un punto extra de reto y aventura para mí­ y para quienes me acompañan.
No es sólo que tenga vetadas comidas muy comunes, sino que no puedo repetir el mismo tipo de alimento en tres días. Así­ que en lugar de consultar la carta, hago un verdadero escaneado y análisis de contenido y lo contrasto con la chuleta en la que voy recogiendo lo comido los últimos dí­as en el Iphone, me pregunto si el jengibre es tubérculo o rizoma y ya puestos si puedo comer rizomas (porque me han quitado también los tubérculos, por mi tipo de piel…, pero de rizomas no me han dicho nada). Cualquiera que me vea leer una carta de restaurante pensará que más que leyendo, la estoy hipnotizando

No sé qué tal terminará mi aparato digestivo con esto, y espero que mis amigos no huyan de mí como de la peste, pero desde luego mi agilidad mental va a mejorar mucho, en plan Brain Training de Nintendo, por no mencionar lo que estoy aprendiendo sobre el reino vegetal y animal. La cuestión es que o gano agilidad mental o me van a declarar persona non grata en todos los restaurantes de Madrid 😉 tras repartir una nota en la que se lea algo como “Elsinora, esa chica que colapsa las mesas porque tarda dos horas en decidir lo que va a comer y hace preguntas extrañas sobre rizo no sé qué…”.
La cosa es que una de las primeras incursiones post-test de intolerancia fue en un sitio muy cool de Chamberí­ llamado Gabinoteca, en el que es costumbre pedir muchos platos pequeños de cocina imaginativa y contemporánea, cosa que agrada mucho a mi paladar pero que no facilita nada mi mano a mano con la carta. Así­ que cuando por fin descubrí­ una ensalada que podí­a tomar (sin tomate y sin aceite de oliva y sin ningún vegetal que hubiera tomado en los últimos tres dí­as), un rico plato de proteína apto (afortunadamente puedo tomar todo tipo de carnes y pescados, thank Goodness; la cosa es no repetir lo ya comido en los últimos tres dí­as) en forma de Magret de pato con kikos (que son maí­z y no trigo, afortunadamente) y un entrante de gambas al ajillo, la camarera -que parecía un sargento- nos hizo saber a mi comadre y a mí que hoy las gambas al ajillo eran en forma de carpaccio y a continuación nos explicó lo que era un carpaccio por si no lo sabí­amos (se sirve crudo, dijo, en un alarde de concisión marcial) a lo que contestamos que perfecto, temiendo que con lo que nos habí­a costado cuadrar nuestro castillo de naipes gastronómico cualquier nuevo dato lo tirara por el suelo.
La cuestión es que cuando llegaron las gambas, más que un carpaccio de gambas al ajillo aquello era una alfombra rosa-blanquecina sobre un plato cuadrado, una especie de tranchete derretido que uno tenía que ir cortando a trozos e ir comiendo sintiéndose un poco inadecuado y acuciado por cientos de dudas (¿por qué lo llaman carpaccio si es un tranchete? ¿dónde se han ido las gambas? ¿son tan transgénicas que se han disuelto en el aire? ¿la masa blanquecina insí­pida que parece tranchete es ajo crudo? y sobre todo ¿a qué cocinero iluminado se le habrá ocurrido esta idea tan “brillante”?).
Al ver aquella triste planicie de color y textura indefinida sobre un plato cuadrado, mi comadre y yo bramamos contra Derrida y su rollo deconstructivo y recreamos en nuestras mentes pre postmodernas la imagen del tradicional cuenco de barro con sus gambas en tres dimensiones, y su ajito y su salsita (en mi caso de aceite de girasol, eso sí­) y sobre todo su olor, mientras salivábamos como el gato Silvestre cuando fantasea con comerse a Piolí­n.
La alfombra de gambas con cosa blanca no es que estuviera mala, es que carecí­a de aroma y tení­a un sabor plano, como corresponde a una alfombra, que se extendí­a hasta la línea de fuga sin alcanzar nunca altura suficiente para lograr el umbral de estí­mulo de nuestras papilas gustativas. Un desperdicio, vamos. Pero cualquiera se lo explicaba a la camarera-sargento. Y afortunadamente el restaurante no era caro y el magret de pato estaba realmente bueno… Por no hablar de la fantástica compañí­a, por supuesto, a quien aprovecho para agradecer su paciencia 😉